¿Cuánta
es la necesidad que tiene un escritor de exponerse en un texto
literario? ¿De qué manera se ve llevado a participar de la
historia, hasta el punto de deshacer todo intento de ficción? ¿Por
qué este tipo de relatos se vuelve tan adictivo para ciertos
lectores? Contestar estas preguntas no es sencillo, en la medida que
resulta imposible generalizar grados de exposición y matices que
pueden ir desde el diario íntimo y la correspondencia privada, hasta
formas de la escritura que vuelven dinámica estas circunstancias hoy
agrupadas bajo el rótulo autoficción.
El
lugar del yo, en todo caso, se desplaza, a veces se disimula, otras
veces aparece descarado, o bien como el autor prefiera, sin hablar de
la categoría personaje, tan extensa su variedad como la literatura
misma en sus relaciones "incestuosas" con el autor.
Hay
una forma de ver las cosas -desde determinados lectores; me cuento
entre ellos- en el hecho de reivindicar la acción de que el escritor
esté ahí, que se exponga, que ponga el cuerpo, lo que lleva directo
al gusto por escrituras comprometidas, por proezas literarias en las
que demuestre haber vivido, haberse embarrado de vida y excesos.
Una
línea posible e imaginaria une Apuntes del subsuelo, de
Dostoievski, con el American Psycho, de Easton Ellis, en
ese tipo de personaje que no para de cavilar y trata de arrastrar al
lector hasta el fondo de su sótano emocional. Es un tipo de
personaje que se funde con el autor, hasta hacerse invisible la
frontera, pero siempre en el juego de la ficción. En esa línea
puedo enumerar decenas de ejemplos gloriosos, con más o menos grados
de autoficción: Miller, Bukowski, Vian, Cèline, Salinger, Camus, Fuguet,
Escanlar. La lista es larga. Pido perdón por ser "incorrecto"
y no incluir mujeres, pero no estuvieron en mi "educación literaria juvenil", donde casi todo lo que leí y devoré tuvo que ver con
historias de perdedores y todo tipo de autores comprendidos en esa
carretera maldita entre Rodia Raskolnikov y Patrick Bateman. Sí, de
hecho varias mujeres se sumaron más adelante. Podría incluir a dos
notorias escritoras uruguayas que se han embarrado en libros que, sin pedir permiso, juegan en los
resbaladizos caminos de la autoficción: Lalo Barrubia y Fernanda
Trías.
El
estigma de entenderme mejor con los escritores que "ponen el
cuerpo", es lo que hace que deteste objetos literarios de
fórmula o en los que prima la capacidad técnica (hace poco me
aburrió soberanamente el artefacto "Pureza", de Jonathan
Frazen, notoriamente una novela helada, sin sangre, escrita por un
cirujano incapaz de quitarse los guantes). Me declaro adicto entonces
a la literatura de autor, así como me gusta el cine de autor, y es
por esa misma razón que me resulta glorioso que un tipo cante "Soy
un vicio más", como lo hace Charly García, por poner el
primero que se me ocurre, aunque desafine, aunque esté loco, aunque
haya robado más de la mitad de las ideas musicales que utilice. Otra
recomendación musical bien jugada, en esta misma línea, podría ser
el primer disco de la mexicana Carla Morrison.
Todo
esta introducción viene muy
bien para hablar de Una
novela rusa, uno
de los libros más perturbados que ha escrito Emmanuel Carrère. Para
empezar a darle vueltas a una novela que arriesga en uno de los
puntos más peligrosos y morbosos de la autoficción:
la intimidad sexual, y más allá todavía, en el engorroso
territorio de la manipulación afectiva. Lejos está de ser el tema
central del libro, es cierto, enfocado en su mayor parte en una
búsqueda farragosa de la identidad, de cierta memoria familiar rusa,
que tiene su punto de partida en el documental sobre el pueblo ruso
donde se encontró a un soldado húngaro, recluido más de cincuenta
años después de finalizada la segunda guerra, en un centro
psiquiátrico. La anécdota periodística, el morbo europeo
políticamente correcto, lleva a Carrère a seguir esa historia
en plan documentalista, pero
más que centrarse en el pobre anciano húngaro, se queda prendado de
los personajes post-soviéticos
de Kotelnich
Carrère
se mete de lleno en el juego. Arriesga. No es el espectador
conmocionado que quiere llegar a la verdad del crimen de Romand, en
El adversario. No es
tampoco el testigo que husmea en muertes cercanas, en el libro De
vidas ajenas. No. En Una
novela rusa va hasta el fondo.
¿Cuál es ese "fondo"? Él mismo. Su relación con la
escritura, con lo que provoca la escritura
en él y en sus más cercanos.
Carrère elige extremar lo real, en un límite ético que maneja y
manipula muy lejos de la discreción de sus otras dos novelas.
Hay
dos personajes que no salen bien parados. No me refiero a la chica
rusa que se hace pasar por francesa y es asesinada en Kotelnich. Ella
forma parte del espanto y el horror que se cuenta en la novela, es
uno más de los hechos eventuales que se suceden y en ese caso tiene
más que ver con la película Retorno a Kotelnich que
con el verdadero centro "ruso" del libro. Tampoco me
refiero a Andrés Toma, el húngaro, del que Carrère literalmente se
olvida, aún sabiendo que deja un retrogusto amargo en el lector (se
quiere saber más, pero no hay más sobre él, lo que equivale a
decir que su vida fue realmente un lamentable error). Y mucho menos
la madre de Carrère, aunque seguramente sea la principal enfadada
con su hijo por exponer públicamente un par de secretos familiares,
referidos al abuelo ruso, punto central de la vinculación "rusa"
y de búsqueda de identidad del libro.
Los
que salen mal parados en Una novela rusa son
Emanuel y su novia Sophie: el autor y su novia (exnovia en el proceso
de escritura). Durante más de cincuenta páginas, se relata el final
de la pareja, un amor tortuoso en el que se mezclan dos
personalidades que no se llevan nada bien, en un espiral de
manipulaciones, celos y obsesiones que no es necesario desarrollar en
esta crónica. Carrère expone su inestabilidad, su desastre, escribe
por él y por ella, la perdona y la crucifica, lo que lleva
inmediatamente a los porqués que se plantearon al principio respecto
a la autoficción. ¿Es necesario llegar a este extremo? La respuesta
es sí. No se trata de valentía, sino de reciprocidad. Carrère
parece entender que para llegar a desarmar historias como las de sus
otros libros, o las de su madre, o la de esa otra gran novela rusa
llamada "Limonov", es necesario pasar por el extremo más
peligroso. Desarmarse a sí mismo. Mostrar su costado más
desagradable. Y vaya si lo hace. Una novela rusa tiene
varios de los pasajes más desagradables y de mayor perturbación
emocional de la literatura contemporánea. Se entromete en el terreno
de lo que no se suele contar.
El
gran punto no es tampoco lo que sucede en la intimidad de la pareja.
Lo que Carrère pone en evidencia es su propia relación tormentosa
con la creación y con la escritura, a través de la lamentable
historia del cuento porno que publica en Le Monde, dedicado
a Sophie y que provocara un escandalete público. No puede evitar
contar ese episodio en la novela, porque formó parte de la serie de
equívocos de sus viajes a Rusia en busca de una nostalgia imposible.
Expone entonces su vanidad, su megalomanía, su caída en el
ridículo. Toca fondo. Pasa la frontera. Lo que le permite,
seguramente, aprender a manejarse en sus escritos futuros.
Es,
para él, una novela de aprendizaje. Para muchos lectores, será
siempre su mejor novela de
autoficción, la más
perturbada, la más honesta e implacable.
Muy pronto tengo que releerla por una razón no tan extraña: acabo
de terminar la lectura de la novela El bigote,
escrita veinte años antes y que se vuelve más poderosa al conocer
-como lector de Una novela rusa- ciertas
historias relativas al bigote de su abuelo georgiano, el que escapó
de la revolución de octubre, perseguido por los bolcheviques para
vivir el exilio en París.
1 comment:
Excelente comentario
Carrete ya me atrapó,es como una adición leerlo
Ojalá vuelva a Argentina a dar una charla
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