La
pintura. El cuidado de la composición. La profundidad. El punto
exacto para colocar la cámara. El máximo cuidado de la luz. Lo que
se quiere mostrar. Lo que se quiere contar. La decisión para no
mover la cámara. Dejarla fija. El ojo del pintor-director. El
desarrollo de la composición. La sutileza de la profundidad. El
discurrir del tiempo, en la imagen fija, en la historia que se irá
contando a través de una paleta apastelada, de colores fríos,
grises, metálicos, muy lejos de las composiciones opulentas y
excesivas de Greenaway en El cocinero, el ladrón, su mujer y su
amante, muy lejos también de
los verdes intensísimos y deslumbrantes de las primeras escenas de
El sacrificio de
Tarkovsky. Pero
también muy cerca, porque el veterano sueco Roy Andersson tiene más
que claro que el cine para él es una variante de la pintura y en eso
comparte definiciones, riesgos y obsesiones con ambos maestros. Y
tiene, se entiende claramente en la contemplación de cada uno de los
treintaynueve cuadros que presenta en la película -y
me niego rotundamente a transcribir el título, que me parece lo
único erróneo de la película, porque la lleva a un presunto
ejercicio de realismo mágico filosófico del que por suerte no tiene
parentesco alguno-, tiene una ligazón estrecha con el surrealismo
más provocador, el que probó el aragonés Luis Buñuel en grandes
ensayos como El ángel exterminador o
Un perro andaluz.
Lo
de Andersson, en pleno siglo veintiuno, es una clase magistral de
cine arte. Se dedica a narrar en contra de todas las fórmulas y
logra construir un relato en el que se cruzan algunas fábulas al
borde de lo bizarro y pequeños ensayos sobre la vida cotidiana en el
frío bienestar nórdico. Hay tres cuadros relativos a muertes
súbitas en escenas urbanas que impactan: uno de ellos sucede en el
hastío de una cantina de un crucero de veteranos, en una cuidada
composición del infarto de un cliente y lo que provoca en los demás,
hasta la exasperación controlada de la vendedora cuando comunica que
la comida y la cerveza están pagas y que sería conveniente que
alguien utilizara dicha mercadería de forma conveniente. Uno de los turistas-testigos, sin
inmutarse, se acerca y se lleva el vaso de cerveza pagado minutos
atrás por el infartado. Una tras otra, todas las historias tienen
ese tono, descorazonado, provocador, levemente trágico.
Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia, disculpen, tuve que escribir el título, es expresionismo puro y duro, con explosiones
surrealistas, como una pintura de Otto Dix atravesada por las
distorsiones discursivas de Buñuel y el minimalismo nórdico de Aki
Kaurismaki. Es cine, para ver en una gran sala, para poder contemplar
cada detalle y sumergirse en una experiencia que muy pocas veces
ofrece el cine contemporáneo.
((reseña publicada en la revista CarasyCaretas, 07/15))
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