Salí del cine
con ganas de matar al director, aunque ya estaba más que prevenido,
porque sabía que se trataba de Corneliu Porumboiu, el más radical de
los directores de cine rumanos, el mismo que había logrado algo casi
imposible de conseguir: que la misma película irritante y detestable
que se odia en una primera e incómoda mirada, pueda convertirse,
luego de algunas horas de desconcierto, sueño y reposo mediante, en
una obra maestra. Así
me pasó con Bucarest 12-08:
las fichas cayeron al encender la televisión, a la mañana
siguiente, al comprobar que el mundo había cambiado, que Porumboiu había sido capaz de inyectar una nueva forma de mirar las cosas.
Después de ese maldito ensayo, bizarro y post-comunista, es
imposible no ver a la tele como una máquina de ficciones de bajo
costo y mal gusto: informativos, magazines, programas de
entretenimientos, talk shows. Nada se salva. Después de la genial
Bucarest 12-08 (ganó
la Palma de Oro en Cannes por esa película), se exhibió en
Montevideo su segundo filme, el no menos inquietante Policía,
adjetivo.
Ahora
fue el turno de Cae la noche en Bucarest. Lo
del título: Corneliu lo hizo otra vez. Su tercera película irrita
y molesta al espectador desprevenido, pero esta ausencia de empatía
multiplica el efecto que produce algunas horas después, un
retrogusto que hace dudar del comentario negativo y se transforma en
admiración. ¿Qué es lo que pasa esta vez? No se trata de
televisión chatarra ni de apuntes irónicos del día de la caída
del dictador Ceaucescu: salí del cine -otra vez, y van dos- con
ganas de matar a Corneliu, por plantear esta vez un ejercicio afrancesado, con
todos los respetos al cine francés, en un dramita de director de
cine angustiado, en los últimos días de rodaje, al que se le ocurre
improvisar un desnudo para que protagonice una actriz secundaria con
la que mantiene una relación sentimental. ¡Una vulgar pajería! Lo que equivale a decir:
nada. El vacío puro. Y al filmar la nada, o el costado de esa nada,
entre cuadros fijos, de una levedad irritante (estrictamente la
película se compone de diecisiete planos, casi sin movimiento de
cámaras, con larguísimos diálogos), lo que se muestra es todo
aquello que suele no importar, paradoja que lleva a comprender que el
director vence otra vez, a puro riesgo y radicalidad, componiendo una
película que se acerca a una posible verdad sobre la fragilidad de
la ficción.
¿Qué
es lo que desenmascara el director rumano en Cae la noche
en Bucarest? Nada más y nada
menos que la ficción. La esconde, al no mostrar lo que debería
filmar. Y, sobre todo, la interpela, al exponer a los actores a un
nivel de actuación neutra, de reality, que todo el tiempo están
hablando de lo mismo, que no es otra cosa que el cine y lo rutinario
que se ha vuelto como una máquina de ficciones de bajo costo y mal
gusto. De ese modo, Corneliu
llega, aunque por distintos caminos, a los que transita el maestro
Jean Luc Godard, al planteo utópico y más que saludable de "el fin del cine".
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 08/15))
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