Bienvenidas
las reediciones. Muy especialmente cuando tienden puentes
intergeneracionales, cuando permiten reconocer obras que con el paso
del tiempo y contextos desfavorables fueron quedando invisibles. No
le echemos la culpa de todo a la dictadura de los setenta, aunque en
el caso de los escritos humorísticos de Mónica en parte la tenga,
porque la ruptura de la continuidad cultural en la brecha abierta
entre el final del Pachecato y los últimos días del Goyo Álvarez
sigue dando noticias de silenciosas desapariciones culturales, que
luego obtendrían reconocimientos tardíos, o bien pasarían a formar
parte de las numerosas omisiones de las generaciones siguientes al
reescribir la historia (ahí, para ser honestos, desaparece toda
implicancia militar).
Si
el rock de los pioneros desapareció de un plumazo y costó décadas
reconectar con obras como la de los Días de Blues y Totem. Si el
Club de Teatro espera aún por un homenaje tantas veces postergado,
como lo han tenido El Galpón y El Circular. Si -acercándonos a la
literatura- nunca terminamos de reconocer al gran poeta Íbero
Gutiérrez, o queda aún revisar la postergada novelística de Carlos
Martínez Moreno, por poner un ejemplo notorio. Entre esas tantas omisiones, o descuidos,
estuvieron en las mesas de saldos de Tristán Narvaja -hasta agotarse
por completo- los dos libros publicados por Mónica en los años 1967
y 1968 que recopilaban sus columnas de las revistas Peloduro y
Marcha.
¿Cuáles
fueron las circunstancias del olvido de Mónica? La muerte de la
autora, a sus 47 años, en 1971, puede ser una razón infortunada. El
hecho de que luego -entre dictadura y otras urgencias- no hubo tiempo
de revisar una obra de humor, satírica de la cultura pituca, puede
ser otra razón. Lo cierto es que debieron pasar casi cincuenta años
para que su nieta -la poeta y periodista Ana Fornaro- se propusiera
hacer justicia con una obra que había quedado en el olvido.
El
volumen publicado por Irrupciones y firmado con el nombre real de
Mónica (Elina Berro), vuelve a poner en librerías a una gran
humorista, punzante y con un talento poco común para reconocer los
tics de personajes de una clase acomodada y snob que a finales de los
60 acusaban el desgaste de un discurso excesivamente frívolo. La
lectura contemporánea de sus textos es doblemente interesante: por
colocarnos -desde la crónica humorística- en el pensamiento de
medio siglo atrás y por reconocer que -salvo algunos decorados coyunturales y ciertos giros idiomáticos- casi todas las situaciones narradas parecen
sacadas del tiempo presente. Y, lo más importante, por la
posibilidad de revisitar un humor finísimo y brillante, desde un
personaje entrañable, el de una mujer que se atrevía a
cruzar en todo momento la frontera de lo políticamente correcto.
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