"Al
entrar, el espectador siente que se equivocó de dirección. Se
encuentra con la sala blanca y en blanco. Sin acercarse con tiempo a
los muros, el dibujo no existe". Así describe Marco Maggi el
juego de ilusiones que propone en la instalación Global Myopia,
que presenta en el Pabellón Uruguay de la Bienal de Venecia 2015.
La
contemplación, entendida como el acto de observar una escena de la
naturaleza o de esencia puramente artística, suele implicar
-aplicada al manual del buen espectador- códigos de distancia que
permiten y nos llevan a lecturas objetivas. A la distancia, asegura
la crítica bienpensante, no se ven las costuras. Se puede obtener un
panorama correcto. Todo eso es tan cierto como inútil. Porque de
cerca, si bien es sabido que nada ni nadie es normal y la experiencia
suele resultar tan trastornada como desestabilizadora, nos iremos
alejando -paradójicamente- de contemplaciones objetivas, tan
insulsas como seguramente miopes, para acercarnos a una posible
esencia. Es, por lo pronto, un camino.
¿Cuál
es la mejor manera de leer un libro? ¿Cómo escuchar un disco, o una
simple canción? ¿Dónde hay que pararse para observar una
exposición de arte contemporáneo? Hay múltiples teorías sobre
lecturas e interpretaciones, sobre el papel del espectador en la
sociedad del espectáculo, sobre consumo privado y público, sobre
las mil formas de contemplar. En las salas de exposiciones, por
ejemplo, se dibujan líneas en el piso para impedir el acercamiento a
las obras valiosas, generalmente pinturas, lo que prohíbe
literalmente contemplar, de bien cerca, el trazo, la pincelada, el
talento, la emoción.
El
buen espectador, ese obstinado en mantener las formas y los traumas
decimonónicos (sé de un crítico de teatro montevideano que desde
su butaca jamás mueve la cabeza, porque la obra debe transcurrir
delante de él), se llevará un cachetazo al ingresar al pabellón
uruguayo de la recién inaugurada Bienal de Venecia. En la antesala
verá nueve lápices suspendidos en el aire. Solo eso. Y al entrar
verá un espacio vacío. Blanco. Todo blanco. Recorrerá el trayecto
permitido, el habitual y se sentirá defraudado, provocado en su
inocente acción de mirar. ¿Dónde está la obra? ¿Es esa la obra?
Se sentirá estafado. No verá nada. Buscará un apoyo, un texto
curatorial, el nombre de la obra blanca y silenciosa en la que está
metido. Leerá el nombre de Marco Maggi, uruguayo nacido en 1957,
residente en Nueva York. Leerá el título de la exposición: "Global
Myopia". Se sentirá miope. Estafado por otro presuntuoso ataque
de arte conceptual. O como quieran llamarlo. Si se va, se lo perderá
todo. Suele pasar. (Nobleza obliga, debo confesar que en la pasada
edición de la Bienal me sucedió algo similar, cuando seguí de
largo ante la quieta, inmóvil e inentendible instalación de un gran
artista chileno. Un poco de paciencia y no me hubiera perdido una de
las obras más destacadas de la exposición. Simplemente no había
empezado la acción).
Construcción
de la miopía
El
proceso de construcción de la instalación de Global Myopia
comenzó en abril del
2014, hace exactamente un año. Fue en ese momento que se tomaron las
primeras decisiones. Marco Maggi y su equipo resolvieron destinar la
mayor parte del presupuesto del montaje a reciclar el pabellón. Por
definición del proyecto, no habría gastos de transporte de obra, ni
seguro, ni marcos, ni pedestales, ni vitrinas, ni instaladores. Todo
llegaría en una valija de mano: lápices, papeles recortados.
"Llegamos
el 5 de marzo a una casa que alquilamos en Castello, el barrio de la
Bienal", dice Maggi, que pasa a relatar el proceso de
construcción de su última obra, un minucioso trabajo realizado en
su estudio de Nueva York que llevó dos meses de montaje en la caja
blanca del pabellón. "Camino seis cuadras y estoy doce horas
trabajando, todos los días, desde que llegamos. Sylvia (Meyer) me
acompaña temprano, como si me trajera a la escuela, y me pasa a
buscar de noche. Ella escucha Venecia todo el día y recorre cientos
de kilómetros. Mi plan de inmersión no tuvo sábados, ni domingos,
ni cumpleaños. Ni Pascuas".
Maggi
encontró el pabellón uruguayo y todas las superficies del edificio,
a estrenar. "Se hicieron muros nuevos, cieloraso nuevo, piso
cero kilómetro, fachada prístina y luz deslumbrante. La luz es la
superficie que más me interesa, así que se compraron doce focos
alemanes que bañan los muros, moldeando sombras ínfimas y
microproyecciones. Se trata de unas LED Pantrac de Erco, luminarias
que duran veinte años y consumen en total lo mismo que una bombita
de 300 watts".
El
trabajo no fue fácil y mereció una rigurosa planificación: "Desde
la vertical de la escalera, cerca del techo, a tres metros setenta de
altura, o en la horizontal del zócalo, me pasé dos meses pegando y
plegando en las paredes diez mil papelitos que corté el año pasado
en Nueva York". Y paso seguido aclara que esta tarea supone un
entrenamiento de alta exigencia, que se volvería pesada incluso para
un golero del Real Madrid. "Extraño la mesa y la silla de mi
estudio con todo el cuerpo", dice Maggi y advierte que pasó
frío en estas últimas semanas en los jardines de la Bienal y
también conoció la humedad de Venecia, la que no se ve en las
postales ni cuando contemplamos los canales en plan turista de fin de
semana.
Una
hiedra iletrada
La
idea central de Maggi fue crear un enorme vacío para multiplicar el
espacio. En la tarea de crear la caja blanca ideal se borraron
antecedentes, manchas, grietas, huellas, colores y contrastes, hasta
dejar la sala como una hoja de oficina en tres dimensiones. Eso es lo
que el espectador observará, en una primera mirada, cuando ingrese
al espacio del pabellón uruguayo de Venecia.
El
juego de ilusión comienza al acercarse, al empezar a distinguir el
obsesivo mapa creado por Maggi. "El dibujo tiene unos ciento
cuarenta metros cuadrados y no se ve", explica el artista. "Está
construido con papelitos blancos, infinitesimales, que componen un
alfabeto autoadhesivo que se fue desplegando sobre los muros blancos
como una hiedra iletrada".
La
caligrafía concebida por Maggi descansa en el umbral de la ceguera;
por su escala y falta de contraste, genera sombras y proyecciones de
alta indefinición. La obra, en sí misma, está libre de información
y significado. Hay que leerla despacio y de cerquita. Hay sí, un
límite, del que advierte el artista: "No se puede tocar ni
soplar porque cada papelito esta liberado del plano, y plegado se
incorpora como en puntas de pie sobre la pared. Se trata, por decirlo
de alguna manera, de un desequilibro estable".
Ese
concepto, y el de la ilusión que provoca la paradojal ceguera, lleva
directo a las obras de Liliana Porter que, no tan casualmente, se
exhiben en estos días en el Museo de Artes Visuales de Montevideo.
Las sombras, los clavos, lo que se ve y lo que no se ve, se
complementan con esos nueve lápices que Maggi muestra en la antesala
de Global Myopia: puestos en
tensión, suspendidos, la clave documental de una obra cuyo único
tema -esencial- es el dibujo, el dibujo de un mapa, tan obsesivo como
perfecto.
"Las
bienales se parecen cada vez mas a las ferias de arte y las ferias de
arte se parecen cada vez mas a la feria de Las Toscas", ironiza
Maggi. "En medio de tanta oferta espectacular, el proyecto
intenta crear una zona "descosificada", para hacer visible
el tiempo... Myopía global es un dibujo para caminar
estimulando la circulación y la empatía por lo insisgnificante. Es
simplemente eso".
((artículo publicado en CarasyCaretas, 05/2015))
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