Hay
varias guerras que me han obsesionado, pero ninguna como la de los
Balcanes, la que siguió a la descomposición de Yugoslavia en los
primeros años noventa. Logró dejar atrás -en magnitud traumática-
a la de Malvinas, episodio que sacudió mi niñez montevideana tanto
o más que la construcción de silencios y miedos de no conocer otra
cosa que vivir en dictadura. Fue un poco antes del punk. Pero esa es
otra historia.
Supe
de la guerra de Sarajevo, digamos que me pegó en la cara, por
ciertas historias literarias. Lo primero fue un discurso del
paquistaní Tarik Alí, autor de "A
la sombra del granado",
quien supo convencerme de la idea errónea del fin del medioevo. Dio
otros ejemplos, pero en esa tarde de febrero de 1993 que lo escuché
en un encuentro de escritores en un pueblo andaluz llamado Mollina,
el tema caliente era Sarajevo, el sitio a una ciudad frontera y los
trapitos sucios de la comunidad europea. Alí era pesimista:
denunciaba el ataque genocida de la nación serbia, por cierto
eslava, católica ortodoxa, a la minoría bosnia musulmana. Alí
hablaba en presente: lo que estaba sucediendo era una capítulo más
de las Cruzadas, de la expulsión del los infieles de Europa. Alí no
ahorró comparaciones entre el obsceno fundamentalismo católico
occidental y el radicalismo islámico. En esos mismos días leí un
doloroso informe sobre el bombardeo e incendio de la biblioteca
pública de Sarajevo: la destrucción de decenas de miles de libros.
Una cosa lleva a la otra, el horror de la guerra me llevó a leer
todo lo que empezó a aparecer sobre Sarajevo, en primer caso, aunque
luego mis territorios de interés se abrieron a otros tantos sitios
entre Eslovenia y Macedonia, y ese centro conceptual llamado Kosovo.
Juan
Goytisolo fue una de las primeras lecturas, cargada con sus culpas
europeas. Denunciaba la barbarie de Sarajevo en "El sitio de los
sitios" y en "Cuadernos de Sarajevo". Otros autores se
sumaron al coro, pero hubo dos, desde la trinchera periodística, que
subían el voltaje emocional al proponer otros ángulos de mira:
Julio Fuentes, en una novela urgente y al borde del testimonio, en la
que se cuenta -entre otras cosas- de una pareja adolescente de
familias enfrentadas por la guerra; pero sobre todo Arturo
Pérez-Reverte, con "Territorio comanche", relato sobre la
destrucción del puente de Mostar y el papel posiblemente cínico de
los reporteros de guerra que compiten por la imagen más cruda, por
obtener la mejor fotografía.
Hubo
más libros, reportajes periodísticos y alguna que otra muy buena
película, como una macedonia llamada "Antes de la lluvia",
despojada -por suerte- de la imaginería mágica que deslizan las
torrenciales y panfletarias películas de Kusturica (por favor, son
escandalosamente parciales y están muy lejos del mínimo de
honestidad necesaria). Sumé más lecturas que fueron desde la
biografía del Mariscal Tito hasta la gran novela histórica "Un
puente sobre el Drina", de Ivo Andric, que no ahorra terribles
descripciones de los tributos de sangre cometidos entre católicos y
musulmanes en el último milenio. Y se centra en la historia de los
puentes, alternando construcciones y destrucciones, o lo que es lo
mismo, intentos de amalgamar la diversidad, para inmediatamente dar
lugar a los procesos de negar al otro y así posibilitar el tan
contemporáneo eufemismo de "limpieza étnica".
Devoré
el diario de Zlata, una niña croata de Sarajevo que pasó todo el
sitio en la ciudad hasta que ella y su familia emigraron a Francia.
Una fan de Madonna que cuenta cómo veían la guerra por televisión
(el inicio de la guerra, cuando se combatía en ciudades croatas) y
nadie creía que llegaría a Sarajevo. Cuenta también de cómo
fueron talados todos los árboles de la ciudad para hacer leña en
el primer invierno del sitio. Y de los perros de raza abandonados,
perdidos. Cuenta de esas pequeñas cosas que duelen más que los
partes de guerra o los números de víctimas.
Lo
leí todo hasta darme cuenta que la historia, lo que sucedía,
empezaba a volverse incomprensible, que es lo que pasa cuando se sabe
de más, cuando se empieza conocer demasiado de un tema. Porque tanta
verdad aturde. Porque la verdad es una construcción contradictoria,
ambigüa. Quedé sin palabras. Cada vez que salía el tema de la
guerra no tenía nada para decir. Todas las opiniones me parecían
absurdas, frívolas.
Hasta
que vomité. Me salió el monólogo de un actor montevideano, de
descendencia croata, que debía construir el personaje de un
matemático hospitalizado en un centro psiquiátrico durante el sitio
a Sarajevo. La anécdota no era caprichosa: algunos miles de
yugoeslavos emigraron a Montevideo en los años 30, 40 y muchos de
ellos se afincaron en la villa del Cerro, pasando a engrosar el
ejército de trabajadores del frigorífico. Por otra parte, en varios
de los libros se hablaba de la cantidad de intelectuales y artistas
que perdieron todo equilibrio emocional durante la guerra de los
Balcanes y padecieron problemas psquiátricos. No podían sostenerse
en la realidad de la guerra. Aparecieron otros personajes, y sobre
todo, una reflexión sobre los puentes, los que unen y separan
comunidades, de los que tanto había leido en los libros de
Pérez-Reverte y Andric.
La
obra se llamó "El puente".
Se
estrenó en 2003 con el nombre de "Sarajevo esquina Montevideo",
en un sótano del centro de mi ciudad, durante la mayor crisis
económica en la historia de Uruguay. Las historias y los puentes se
vinculaban, sin quererlo, pero de manera inevitable, porque los
traumas de la crisis se correspondían directamente con lo que había
leído sobre el estrés de la guerra.
A
uno de los ensayos asistió, invitado especialmente, el periodista y
poeta Roberto López Belloso. Un gran amigo con el que compartimos la
obsesión por varias guerras y muy especialmente por los Balcanes.
Mantuvimos con él una charla que sirvió para ajustar algunas ideas
y conceptos, principalmente un lema que estuvo presente en cada una
de las funciones: la obra que estábamos creando debía estar
dedicada a todas las víctimas civiles de todas las guerras, incluida
la nuestra, la de cada día en una ciudad como Montevideo que vivía
en aquel 2003 uno de sus momentos más amargos.
La
vida llevó a Roberto a cruzar varias veces las fronteras y los
puentes que leímos en tantos libros y de los que se cuenta en
"Sarajevo esquina Montevideo". Y también en la novela "El
exilio según Nicolás", que publiqué un año después y busca
retratar ese mismo desastre colectivo a través de la terca y casi
delirante decisión de alguien que dice que se va pero se queda. El
relato de un solitario sobreviviente.
Doce
años después, recibo un regalo inesperado de Roberto: un ejemplar
de la novela "Entre líneas", del escritor Vladimir
Arsenijevic. Se cuenta una historia de los que se quedan, mientras
casi todos tratan de irse lo más lejos posible, o simplemente,
terminan en el frente de batalla. La singularidad del relato de
Arsenijevic es que está ambientada en Belgrado, la capital serbia,
el otro lado, el costado más incorrecto de los Balcanes, también el
más invisible. Ya había leído años antes "Justicia para
Serbia", el polémico libro de Peter Handke, quien tomó el
camino contrario a Goytisolo, Sontag, Pérez-Reverte y una lista
interminable de intelectuales: en lugar de retratar la vida de las
víctimas, se dispuso a narrar cómo se vivió la guerra del otro
lado, entre los civiles, también víctimas.
A
diferencia de los que vienen a buscar un relato, Arsenijevic es arte
y parte. No tiene más remedio que contar de la barbarie desde su
experiencia cotidiana. No tiene otra opción que contarlo todo. Como
Zlata en su diario. Como Sasa Stanisic en "Cómo el soldado
repara el gramófono", otra gran novela, desde la piel de un
emigrado bosnio que incluye una de las escenas bélicas más extrañas
que me han tocado leer: el relato de un partido de fútbol jugado en
territorio comanche, entre serbios y bosnios, en un alto al fuego que
culminó en una escena de inesperada crueldad.
"Entre
líneas" es una novela grunge, en una comunidad que se deshace
por el advenimiento de la guerra. El protagonista decide quedarse. No
le será fácil. Se cuentan algunas cosas que pasaron en el año
1991, el año en que sus amigos deciden irse a otros sitios, otros
sencillamente enloquecen, otros no paran de tomar drogas hasta
alcanzar la sobredosis. Todo se vuelve existencialista. El punk ya
fue. Hace rato. Mientras la locura serbia sitiaba y asesinaba bosnios
en Sarajevo, la vida en Belgrado se volvía locura cotidiana y no era
precisamente feliz.
La
guerra, una mierda.
De
uno u otro lado del horror.
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