Como se nos anuncia al principio
del relato, después de una formidable descripción,
caótica, hiperrealista, que una bomba queda suspendida, en el aire,
sobre las cabezas de un grupo de soldados y mandos medios que ocupan
una trinchera, el lector puede tener la certeza de que Patricio Pron
no elige una forma tradicional de contar sobre una guerra. Esas cosas
no pasan. O sí.
Convengamos que no
se trata de una alucinación. Tampoco de una simple pesadilla. Es.
Hay una bomba suspendida en el aire; una bomba que permite que el
relator vaya contándonos de un grupo de hombres inmersos en las leyes
de la guerra, que no son más que un montón de reglas poco claras,
fuera de toda lógica y dan pie a escenas desopilantes y
macabras, protagonizadas por seres que se van volviendo entrañables
en su capacidad de sobrevivencia: Sorgenfrei (el que siempre está al
descubierto porque asegura que nadie lo quiere matar), O'Brien (a
quien siempre están fusilar por indisciplina y tiene como misión
personal vengar la muerte de su padre), Morin (un cínico que trata
de adaptarse a tanta locura).
Hay muchos otros personajes, incluso aparecen Arturo Ui y Snowden, todos llenos de
barro, asediados por un enemigo que no se sabe si está a retaguardia
o en la vanguardia, y siempre atravesando situaciones absurdas
-provocadas por la burocracia militar y la estupidez más absoluta de
los mandos, o simplemente por gestos irónicos del particular estado de las cosas- que una por una van sumando situaciones que realmente
ocurrieron en Malvinas 1982, una guerra tan cercana como demente,
como en definitiva lo son todas las guerras: soldados que no saben
manejar armas y reciben órdenes delirantes, soldados estaqueados
por su propios jefes, mandos medios que trafican con alimentos y
armas, y muy especialmente, una larga lista de pequeñas historias
que Patricio Pron escuchó siendo niño y que fueron condimentadas
por su fantasía infantil a la hora de la reescritura.
Pron cree en la
invención, en la sátira y el grotesco para acercarse a las
circunstancias de una guerra como Malvinas. Si bien por momentos su
estilo literario se emparienta con el de Cesar Aira, hay un tono
personal que lo aleja de lo meramente lúdico o del regodeo del lenguaje: especialmente porque
el relato nunca se le va de las manos y siempre está esa bomba
suspendida, sobre la trinchera, marcando el pulso del absurdo. Y eso
sacude otra certeza, la de que la novela es en sí misma un
testimonio, singular por supuesto, como el relato buñuelesco de los
dos campesinos franceses de Los carabineros
de Jean Luc Godard, cuando cuentan -mediante el absurdo más
disparatado- la guerra que vivieron, resumida en una serie de
postales de los territorios que conquistaron.
En el caso de Nosotros
caminamos en sueños, se trata
de la guerra que dice haber vivido Pron. No es por cierto agradable. Pero el tono elegido incluye momentos descacharrantes que son más que disfrutables.
((artículo publicado en la revista CarasyCaretas, 04/2015))
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