La
linealidad fragmentaria de la carretera de Week
end,
en un lejano año 1969, una de las tantas obras maestras godardianas
de la nouvelle vague, posiblemente sea el último gesto de comodidad
que el director francés aceptó concederle al espectador
cinematográfico. A partir de allí, en lo que vienen a ser nada
menos que cuarenta años, su discurso estético se ha radicalizado
hasta extremos que paralelamente se ven potenciados por el
conservadurismo formal que aqueja al cine actual, el comercial pero
también el independiente, todos tan seguidores de manuales tóxicos
que permiten conseguir financiaciones y manipular espectadores,
objetivos por cierto muy lejanos al de hacer arte. Casi no se asumen
riesgos, casi todas las rupturas -salvo excepciones- son simples
gestos publicitarios. Se ha escapado el significado del concepto
subversión.
Hay
en Adiós al lenguaje una
pareja, un hombre y una mujer, como en casi todas las películas de
Godard. Hay, como es también habitual, enfrentamientos de poder,
reclamos filosóficos cotidianos, una defensa a ultranza de
posiciones feministas. Las secuencias son confusas, a veces se
repiten, no hay progresiones argumentales y aparecen -entre otras
situaciones- por lo menos dos circunstancias que ayudan a construir
la base estética de la película: la primera es una escena de
violencia en la calle, con un disparo, alguna que otra corrida y
mucha perplejidad, resuelta desde distintos puntos de vista que no
encastran ningún significado coherente (¿la obscenidad del morbo
utópico del reality?); mientras que la segunda es la recurrente
aparición de un perro, a veces en situaciones cotidianas y otras en
un bosque de coloridos alterados (¿demostración de comunicación
sin significado?).

Toda
película, por definición, está hecha de imágenes. El elemento
"imagen en movimiento" es la base esencial del cine, y es
precisamente el elemento que Godard viene poniendo en conflicto en
sus últimas obras. Si es radical su libre-albedrío argumental y
también lo es su discurso poético, aumenta exponencialmente la
radicalidad en el territorio de la imagen. El montaje de Adiós
al lenguaje es extremo,
provocador, desechando toda posible narración convencional. Esto,
como siempre, es marca de fábrica del cineasta, en sus cortes
abruptos, en fragmentaciones, en juegos en los que también adquiere
una importancia capital lo sonoro, tanto lo incidental como su gusto
por orquestaciones que aportan otras capas de significado.

Adiós
al lenguaje es, más que una
película, una experiencia. En la aparente confusión de significados
y en la imposibilidad explícita de comunicar es exactamente donde
Godard acierta el que posiblemente sea uno de sus últimos disparos.
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