Hay
que verla. Experimentarla. Vivirla. Ese sería el término más
adecuado. Los enemigos del dolor pertenece
a una familia cinéfila casi extinguida: la del cine de autor, la de
un cine que experimenta desde su propia creación. Arauco Hernández
Holz escapa de la foto bien hechita y del guión ultrajado por los
manuales para intentar otra cosa; antes que nada dejarse llevar por
la curiosidad y muy especialmente por tres o cuatro personajes que lo
han perdido (casi) todo, empezando por el amor. Sin embargo, lo que
comparece es una solidaridad, sorda y áspera, que los coloca en esas
historias fou que tan
bien solían contar grandes maestros como Godard o Truffaut en los
dorados años sesenta.
El
espectador tiene que estar dispuesto a experimentar. Ser uno más. Un
testigo. Le puede pasar, por ejemplo, volver a sorprenderse con una
escena similar a la que alguna vez planteó Leos Carax en Mala
sangre, o también Jean Jacques
Beinix en Diva: un
desesperado, dispuesto a perderlo todo, se toma como rehén,
llevándose un revólver a su propia sien. La tensión llega al
máximo y se vuelve existencialista. El espectador pierde las
referencias. Esto no es Hollywood. Esto es cine. Está más cerca de
la vida y la muerte, en esa broma infinita del "sin salida".
-
¿Por qué planteaste esa escena, con el alemán apuntándose a su
propia sien, sobre el final de tu película?
-
Todo acto heroico es también un acto suicida. En la película los
personajes tiene que sobrellevar la inmensa sensación de vacío que
deviene de la pérdida, un vacío que viene a cuestionar el sentido
mismo de su propia existencia. Ante esto, salen a la búsqueda de un
gesto que los salve y los redima, que les devuelva la sensación de
sentido que se ha llevado el dolor. Ese gesto puede ir tan alto como
el sacrificio de sí mismos. Y eso es lo que hace el alemán: no va a
tomar una vida, va a entregar la suya.
-
¿Hay o no un homenaje
explícito a determinadas películas de un cine ochentero que
entonces revisitaba a la Nouvelle Vague?
-
No hay homenajes a películas particulares. Lo hay a la época, a la
libertad que todavía se respiraba por aquel entonces, antes de que
las grandes distribuidoras metieran mano en la concepción de las
películas. Los últimos años en los que todavía se respiraba los
coletazos de la libertad que vivió el cine en los sesentas y
setentas.
-
¿Cómo te ubicás, vos, como autor, frente a ese juego de miradas,
de referencias?
-
No sabría decirlo.
Nada ha sido tan autoconsciente. Simplemente traté de concebir una
película con las libertades formales que sentí tuvo el cine alguna
vez, en Francia en los sesentas, en Alemania en los setentas, por
decirlo de manera genérica. No estaba emulando nada en particular,
sólo estaba retomando una forma de concebir el cine, caminando en la
dirección opuesta a la tendencia que sgue el cine actual -hacia un
perfeccionismo formal-, no porque tuviera ánimos de innovar. Fue por
pura curiosidad.
La
ciudad como personaje
El
escenario de Los enemigos del dolor es
Montevideo. Pero más que escenario, la ciudad es protagonista en la
película, en esa elección del autor por una ciudad vacía, vieja,
absurda, en la que nada parece funcionar (corren diez minutos de
filme para que el alemán logre encontrar un teléfono, por ejemplo)
y se vuelve muy duro sobrevivir. Hay un inevitable juego de cinefilia
con el extrañamiento nocturno de las películas ochenteras,
parisinas, mencionadas líneas arriba -el calor surreal de Mala
Sangre, la noche hedonista de Diva-, pero sobre todo hay
diálogo con la bruma onettiana y vacía de Pablo Dotta en Tahití
y El dirigible, así como con varios de los mejores momentos
del cine Control Z, todos ejemplos que en sus crudas locaciones se
reflejan no tan lejanamente con algunos ejemplos de cierto cine
contemporáneo del este europeo. ¿Hiroshima o
Gigante podrían haber
sido rodadas en Rumania? ¿O Bucarest 12-5 en
Montevideo? Hay algo ahí. Puntos de conexión con dictaduras, con
absurdas burocracias, con ciudades en ruinas.
-
¿Por qué elegiste rodar la película en Montevideo y qué
decisiones tomaste al usarla como escenario?
-
Escribí la película para Montevideo. Escribí pensando rodarla acá.
Se podría decir que la ciudad llegó antes que el guión. La
Montevideo de los primeros borradores era más próxima a la ciudad
“actual”, pero la Montevideo de la película fue cambiando con
cada nueva versión de guión hasta que entendí que quería emular
con ella una ciudad de Europa del Este, el lugar del que había
escapado el personaje principal.
-
¿Qué limitaciones les generó al equipo de dirección de arte la
ambientación ochentera del relato?
El
presupuesto era limitado y la ciudad está muy intervenida. Quedan
pocas esquinas que hayan permanecido intocadas por el tiempo.
-
¿Cuánto hay de vos en la película?
-
Es una pregunta difícil. Las películas siempre se parecen un poco a
sus directores. Uno no sabe en qué pero hay una cierta
reminiscencia: el humor, la manera como los personajes interactúan
los unos con los otros, la escala de valores a la que la película se
suscribe. Sin embargo, el director es el último en enterarse de
esto. Está tan compenetrado con su película que no puede verla, no
tiene esa distancia. Pasé la mitad de la vida siendo un extranjero;
supongo que no es raro que escriba una película desde el punto de
vista de uno.
Intereses
(no tan) secretos
Puede
parecer, en una primera mirada, que Los enemigos del dolor
es una película sobre la incomunicación. Error. Es todo lo
contrario. Los personajes no tienen intereses comunes, apenas logran
"comunicarse" entre sí, pero se necesitan para sobrevivir.
El desamparo los vuelve impulsivos y también deseosos de establecer
relaciones. De algún modo, lo que se ve en la pantalla es la
historia de la extraña comunión que se va generando.
-
El desamparo de los personajes se traslada, en varios momentos de la
película, al espectador...
-
Al espectador le pasa lo mismo que a los personajes: pueden perderse
de a momentos, porque la película -contrariamente a lo que pasa con
la mayoría de las películas actuales-, no se explica a sí misma.
Sin embargo, el espectador lo hace, siempre entiende, entra él
también en comunión con los personajes. Los conoce por lo que hacen
y no por lo que dicen o explican sobre sí y su situación.
Es
extraño lo que sucede con esta película, cómo las personas que no
entran en el juego la consideran fría y distante, y los espectadores
que sí lo hacen la consideran una película profundamente emotiva.
-
¿Qué película querías hacer y cuál te salió?
-
De alguna manera llegué a una película con el espíritu de la
película que quería hacer. Para bien o para mal. Nunca pensé que
una película así fuera a dividir tanto al público. Nunca pensé
que hubiera espectadores, buenos espectadores, que no toleraran el
juego, que no se prestaran a pasar un buen rato del metraje tan
confundidos como sus personajes. Al querer suscribirme a un tipo de
cine con esa libertad, no me di cuenta que la película iba a
demandar el tipo de mirada que se tenía del cine entonces, una
mirada más abierta, menos racional y mucho más sensorial. Al cine
se le dedicaba un tipo de atención que escasea por estos días. Se
lo vivía de otra manera. Una película así, para algunos, hoy puede
percibirse como errática, arbitraria, caprichosa. En el pasado esos
mismos atributos la volvían singular. Hace poco recordé las
palabras de un profesor que tuve en la Universidad de Columbia,
Richard Peña, un hombre que durante años corrió la sección de
cine del Lincoln Center: “Las películas que me cambiaron la vida,
hoy en día no llegarían a la cartelera”. Supongo que tome una
decisión difícil. Hacer una película sólo para lo que quisieran
seguirla. Dejar algunos afuera, para calar profundo en los que se
embarcaran en el viaje.
-
¿Cuánto hay en la película de una generación, como la tuya, que
viene filmando -desde 25 watts- historias desangeladas, con
una mirada poco complaciente y una cinefilia que las coloca
inevitablemente en la estantería "cine de autor"?
-
Supongo que mucho. Después de todo la película es producto de su
contexto, de las películas que he hecho como fotógrafo, las que he
visto hacer como amigo, y las que he visto como espectador.
No
quiero hablar en nombre de mi generación, no quiero instaurarme como
vocero, no soy quién y
tampoco
me gustaría que alguien hablara en mi nombre. Lo cierto es que no me
interesan las películas que miran con complacencia a la sociedad,
que rescatan sus valores. Películas donde los protagonistas son
modelos de esa sociedad -algo que en el fondo no existe- que deben
superar situaciones extraordinarias, situaciones que vienen a alterar
el status-quo en el que se supone debemos vivir todos. Me interesan
las películas que ponen a sus personajes en conflicto con esta
escala de valores, sujetos que no pueden adaptarse a vivir como ellos
suponen que deberían. Que deben resolver algo en ellos mismos para
poder salir adelante y superar aquello que los oprime.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 03/2015))
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