Es de mi particular interés conocer lo
que algunos viajeros piensan
sobre Montevideo. Prefiero
los comentarios fugaces de
viajeros de un día,
o acaso un fin de semana,
no más que eso. Me gustan así, que sean impresiones caprichosas,
sin filtro. El escritor español Fernández Mallo quedó
impactado por los montevideanos que trotan en la Rambla. Un viaje
en taxi entre Ciudad Vieja y
Punta Carretas le alcanzó
para terminar de definirnos, a todos nosotros, en una generalización
provocadora y certera, como una especie de extraños zombies que
corren len-ta-men-te al borde de un río que no parece un río. Debe
precisarse
que su visión de zombies sudamericanos comenzó, unas horas antes,
en los pasillos y ascensores del Palacio Salvo. Otro escritor, el
peruano Jeremías Gamboa, vivió en Montevideo una escena que juzgó
similar a un
capítulo de una de las ficciones de Alberto Fuguet. La referencia se
potencia porque su colega
chileno estaba presente la noche que ambos fueron espectadores de un
concierto de rock de La Foca, en la sala de teatro de una escuela,
con niños que veían tocar a sus padres sobre un escenario. "Me
pareció espectacular",
recuerda Gamboa. "Fue el mejor cierre de un viaje muy
breve pero maravilloso por Montevideo".
Fernández
Mallo vino esa vez a presentar la novela Limbo,
que permanece todavía en la pila de libros que esperan turno en mi
mesa de luz. Me declaro fan de sus "nocillas".
Espero
por un momento ideal para esa lectura. Falta poco. Lo sé. El
que sí devoré este verano fue Contarlo todo,
el novelón de Gamboa, un poco alentado por tanto ruido mediático y
otro poco por la buena onda de esa noche en que fuimos a La
Experimental y más tarde escuchamos los relatos de Alberto sobre
cómo llegó a conocer las canciones de La Foca a través del
cineasta argentino Ezequiel Acuña, que estaba por estrenar entonces
-octubre de 2014- una peli con música y
algo más de ellos. Entre
la ficción y el documental. Esa frontera. Acabamos
la noche hablando sobre rock y autoficción, sobre periodismo y
autoficción, sobre novelas y autoficción, intereses que me llevaron
a entender que no debía postergar la lectura de la novela de Gamboa.
La
leí, disfrutando su desarrollo, siguiendo la deriva del personaje
principal, un tal Gabriel Lisboa, periodista y profesor universitario
limeño, que consigue
finalmente escribirlo todo, sacar lo que quiere sacar de las
entrañas. Contarlo todo es
un ejercicio positivo de autoficción que alcanza el volumen y el
cuerpo de novela, la que precisamente vamos leyendo, que logra
contagiar al lector de los raptos de optimismo de Lisboa, sus
achaques y lo lleva a tomar partido -como en los mejores folletines-
de varias de sus andanzas amorosas. Pegan muy fuerte varias de
las historias narradas por
Lisboa-Gamboa, sobre todo una, que tiene como escenario el absurdo
clasismo (y racismo) a la peruana. Lisboa se enamora locamente de
Fernanda, una alumna de la Universidad, una veinteañera blanca, de
clase alta. Ese romance, atizado en la narración con el aliento
poderoso de las novelas de aprendizaje de Henry Miller, es atacado
violentamente por los padres de la chica, incluyendo
un tortuoso episodio de humillación hacia el profesor bohemio de
Santa Anita en un balneario privado a las afueras de Lima.
La reacción del protagonista, no
precisamente un alegato contra el racismo ni un acto heroico, es uno
de los tantos puntos que están presentes en la mayoría de lo que se
escribe o se dice sobre el "fenómeno Gamboa", entre las
buenas y sobre todo las malas críticas, junto con posicionamientos
que no parecen ir más allá de la envidia hacia un escritor que
escribió un libro excepcional y que tuvo la fortuna de contar con el
apoyo de una figura tan carismática como Vargas Llosa como padrino
literario. Pero son comentarios que hacen daño, por lo virulentos y
lo injustos.
Lo paradójico de tanto ruido es
que no parece tratarse de una novela polémica en su centro
argumental, como sí lo fue, por ejemplo, la que escribiera Santiago
Roncagliolo sobre Sendero Luminoso. Nada de eso. Lo de Gamboa es la
entrañable -y por cierto paciente y sufrida- historia de un muchacho
de una barriada de Lima al que le va muy pero muy bien en la
Universidad privada gracias a un sistema de becas, luego consigue
trabajo y descolla en el periodismo de autor, se hace de un grupete
de amigos (El Conciliábulo), al mejor estilo de los detectives
salvajes de Bolaño, va y viene en esas historias, conoce de a poco
el amor, pero también de los excesos y las depresiones y una caída
libre que lo lleva a enfrentarse a sus propios fantasmas y a la
parálisis de su propia escritura. De eso va la novela. Y seguro que
hay en ella mucho de ese simpático viajero que se encontró una
noche -eso dicen- con las canciones de La Foca. La leí, y luego le
envié algunas preguntas, muy especialmente quería consultarle cómo
manejó las críticas que recibió de la crítica peruana.
-
Hay ciertas críticas sobre la novela, supongo que molestas para vos,
referidas al racismo en Perú, en la que interpretan que tu personaje
intenta adaptarse y no pelear en defender su identidad. ¿Qué pensás
de eso?
-
Que es una crítica absurda. Gabriel realiza una lucha sin tregua
contra el racismo, una lucha que muy pocos peruanos emprenden, solo
que no es exterior ni se relaciona con la denuncia que vuelve “malos”
u “monstruos” o “imbéciles” a los sujetos discriminadores.
No. Se trata de un agresivo trabajo interior por descolonizar la
mirada racista que tiene él de sí mismo, un aspecto importante de
la lucha contra el racismo en mi país. Gabriel, como han señalado
algunas lecturas agresivas del libro, tiene incorporados modelos que
menosprecian su origen y su piel, y se va librando de ellos,
asociados a su incapacidad para enunciar, entrando en relación
consigo mismo, con lo que es y lo que lo constituye, en un diálogo
que es doloroso y a la vez tiene luz. De ninguna otra manera se
explica su capacidad para enunciar sin complejo alguno su propio
racismo interior y la manera en que supera la experiencia
discriminatoria, y el detalle con que confiesa lo que le ocurrió en
un balneario del sur de Lima. En Perú, el racismo es siempre el
problema “del otro”: a otro discriminan, a otro lo consideran
cholo, a otro lo marginan. Gabriel no se alinea con eso. Es un
rebelde y ha decidido decir en su novela que el tema es suyo.
-
Varias de esas críticas vienen del entorno peruano, limeño. ¿Cómo
fue el ejercicio de interpretaciones de Contarlo todo para
lectores peruanos y no peruanos? ¿Se han dado lecturas diferentes?
-
Se leyó diferente por países, sí. Con mucha más carga ideológica
en países andinos, sobre todo Perú, México y Bolivia, en los que
hay una tradición larga de novela social y literatura comprometida o
de denuncia. El cariz político del libro, que lo hay, y creo que
mucho, ha sido bastante más apreciado en países como Argentina,
Chile y Uruguay, además de España. Me está pasando lo mismo con
las lecturas que de la novela se están haciendo en Brasil. Ahora,
hablo de crítica en medios y de textos de cierto tipo de escritor o
de aspirante a escritor. Porque los lectores de Perú se han
identificado con la historia como ningún otro tipo de lectores. Y
creo que lo que ha enganchado es esa historia de un tipo flaco, medio
asustado, con algunos complejos encima, que trata de encontrarse.
-
De hecho, es una novela fuertemente política, peleadora...
En
efecto, hay una agresividad política a nivel de texto en el hecho de
escribir una novela del yo, de la sentimentalidad y de la observación
erótica y corporal de una voz y un cuerpo mestizos, algo no muy
común en la literatura peruana. Siempre pensé que mi novela
intentaba, en el mejor sentido, contestar al Martín Romaña de
Alfredo Bryce. O intentaba completarlo. No toda la política que se
escribe en el país debe de ser literal o literatura del poder.
-
¿Cuánta energía y ganas de escribir te han dado lecturas tuyas de
novelas de Vargas Llosa, Bolaño, Fuguet y algún otro de los
grandes... Porque siento que hay algo de contagio de otras obras y
construcciones en Contarlo todo.
-
Totalmente. Esos tres autores, y otros más, están muy presentes en
mi trabajo. Vargas Llosa fue mi primera gran influencia, y de hecho
el autor que definió mi vocación, mi idea de dedicarme a la
escritura. Bolaño ha sido una de mis salidas de esa influencia y una
figura espectral en muchos de los pasajes de Contarlo todo.
Entre esa generación de figuras gigantes y mi generación, la figura
que siento más cercana en la generación McOndo es Fuguet. Mucho de
lo pop que hay en mi libro proviene de su lectura y de la lectura de
autores como Hanif Kureishi. En otras lenguas hay mucho de Henry
Miller o de Jack Kerouac en esta novela, y también de Roberto Arlt.
En ese tipo de autores he encontrado siempre una tremenda fuente de
inspiración y de compañía en el proceso de confección de la
novela.
-
Hay una posible trampa en el título, en "contarlo todo",
como si eso fuera posible. ¿Es posible contarlo todo? ¿Es posible
leerlo todo? ¿Qué te queda por contar?
-
La literatura te permite realizar esas trampas. Es imposible, por
ejemplo, contarlo todo. La literatura siempre, sin excepciones, está
hecha tanto de lo que se dice como de lo que se calla. En la
narración de Gabriel hay una enorme cantidad de omisiones, elipsis,
tiempos muertos que se saltan y también información que queda
abierta y no se cierra -las emociones de Fernanda sobre él, su
relación con Juan-. La novela no se llama “Lo conté todo” o “Lo
he contado todo”, que sería afirmar que eso es posible. No. La
novela se llama así porque ese título habla de una actitud, de una
postura ante la escritura, un temperamento. El de la enunciación
caudalosa hasta el vacío, a sacar todo lo que tienes dentro hasta
llegar a la saciedad. La idea era “colmarse” de enunciación.
Gabriel espera eso, tener la actitud de contarlo todo, e intentarlo.
El libro, es curioso, se debatió entre ese título y uno más largo,
“El día de contarlo todo”, que es como se terminó llamando la
novela de Gabriel. Me gustaba ese título pero me sonaba muy
literario, y sentía que el corazón de esta novela era un disparo, o
una detonación, y en ese sentido era mejor solo Contarlo todo.
Ahora, es probable que yo haya empezado la novela más inocente
respecto de la novela de lo que terminé, un movimiento que le ocurre
también a Gabriel mientras narra su historia en una novela: sale
descreído de ella como contenedora total de una experiencia. En mi
caso, siento que tengo muchísimo que contar: no he tocado
experiencias de la infancia y la adolescencia, la familia, la vida en
pareja, la paternidad, los orígenes. No. Todavía hay mucho por
contar.
(( de la serie "papeles ansiosos"))
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