Premiada
con el prestigioso Goncourt, El mapa y el territorio del francés Michel Houellebecq es
una novela irresistible, contemporánea y desesperanzada.
Hasta
más de la mitad de la novela, diría que posiblemente hasta muy cerca del final
y el epílogo, o sea casi todas las 377 páginas de la edición traducida al
castellano por Jaime Zulaika, el relato se vuelve leve, sin sobresaltos, una
sensación que no ocurría con las anteriores novelas de Michel Houellebecq. Sin
ir más lejos, la montaña rusa hedonista de la pareja de Plataforma
tensaba aquel relato de manera magistral, al igual que sucedía con la
proposición distópica y nihilista de La posibilidad de una isla.
La
narración en El mapa y el territorio es neutra, simple y directa. Narra la
biografía de un artista contemporáneo de éxito; una vida aburrida, solitaria,
casi sin impulsos vitales. No pasa demasiado, casi nada, y Houellebecq parece
caer en la trampa de la clásica novela de los escritores maduros en los que se
narra el problema filial padre-hijo. De hecho, más de media novela se
circunscribe a la no relación del artista con un padre millonario que decide
hacerse una eutanasia en Suiza. Un padre que es, además, y al mismo tiempo,
artista frustrado y arquitecto exitoso. Hay interés, por cierto, en ese protagonista
huraño, antisocial, cuya obra como artista revela dos grandes paradigmas: la
constatación de que los mapas (o sea, las representaciones, lo virtual, el gps,
Google Maps, las guías Michelin) acaban por opacar al territorio real, y todas
las reflexiones que deriven de esta clave contemporánea; y en segundo caso la
revalorización del retrato figurativo en su primitivo concepto monárquico.
La
vida se ha vuelto inapresable, un eslabón perdido, en una Francia dislocada y
cínica que encuentra su porvenir –pos desastre financiero- en la exacerbación
del turismo y toda su parafernalia de no lugares que dejan de ser, que pasan a
ser mapas. La novela transcurre en ese sino, los personajes que aparecen y
desaparecen son exasperantes, se vuelven representaciones.
No
hay salida, eso es evidente. Pero en todo caso a Hoeullebecq no le interesa ese
problema; a él, por suerte, le interesa la literatura, y deriva su relato hacia
un territorio inesperado, por cierto morboso, que es el de incluirse como
personaje, un tal Michel Houellebecq, un escritor de éxito con muy pocos
amigos, también huraño y antisocial, al igual que ese artista que le hará un
retrato que luego se cotizará en cientos de miles de euros. Tampoco es que pase
demasiado en esas últimas páginas, pero es mejor que cada lector lo descubra
por su cuenta y riesgo.
Al
terminar el libro –como sucede en los grandes libros- es que sucede el click,
que es en este caso profundo, desestabilizador. Todo el sopor, la levedad, ese
escenario de pequeño pueblo de la campiña francesa, ese transcurrir de vidas
exasperantes, genera finalmente un mundo que se parece demasiado al mundo en
que vivimos. ¿La novela es el mapa o el territorio?, parece ser la pregunta que
deja planteada Houellebecq al lector. La respuesta no es muy optimista, por
cierto.
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