bellatín en su laberinto



Tres particularidades comparten los relatos “Biografía ilustrada de Mishima” y “Los fantasmas del masajista”, reunidos en la edición de Alfaguara titulada La clase muerta. La primera es formal: al final de cada texto se muestra una serie de fotografías que funcionan como viñetas desordenadas y caprichosas de cada relato. La segunda es pintoresca: el escape de un loro le brinda a Mishima el momento de mayor felicidad de toda su vida y es un loro el cuerpo en el que reencarna la declamadora, madre del masajista. Y la tercera es de identidad: ambos relatos fueron escritos por Mario Bellatin, lo que implica que, más allá de sus a priori imposibles resonancias, estén íntimamente ligados entre sí con otros de sus grandes relatos que oficia como centro gravitatorio ausente: “Salón de belleza”. Y esto lleva, como un cuento de nunca acabar, a mencionar las obsesiones presentes en casi todos sus relatos: el cuerpo, la deformidad, la razón de la escritura.
Bellatin no es complejo. Afirmar eso es simplificar las cosas, no querer meterse en la autenticidad y honestidad de una escritura sin trampas ni regodeos innecesarios. Es verdad que no es fácil acercarse a una literatura que escapa a los códigos del realismo, que evita ser contemporánea. Pero pasado el primer escollo, que supone aceptar el universo en el que quiera meternos -Mishima por ejemplo es un escritor sin cabeza, que conocemos por una clase magistral de un japonés que tiene una máquina que exhibe imágenes donde Mishima habla sobre sí mismo, pero no tiene cabeza, de la que nos vamos enterando después fue cortada por su mejor amigo, etc, etc-, lo que empieza a desenvolverse es una historia implacable sobre la creación y sobre algo tan real como un viaje de ácido, comentarios varios sobre “Salón de belleza” y una pregunta final demoledora: “¿Qué clase de espanto ha sido capaz de generar una escritura semejante?”. Mishima es Bellatin, de eso no hay dudas, en un viaje egomaniaco que alcanza las mayores alturas literarias de nuestra lengua. De eso tampoco tengan dudas.
Poner el lente en cada fragmento genial, en cada derivación de Bellatin, llevaría horas y más páginas que la lectura misma, lo que sería una tarea de una inutilidad ridícula. Y si (no) hablamos de la cabeza amputada de Mishima, en Los fantasmas del masajista la ausencia es de un antebrazo (el del propio Bellatin), quien es el relator de una historia que le contaron, o mejor dicho le contó Joao, su masajista, que tiene que ver con la declamadora, la lora y una de las más clásicas canciones que escribió Chico Buarque.
¿Qué une, en definitiva, a estos relatos? Las superficiales características anotadas al principio y algo bien real: el espanto.

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