El séptimo álbum del colectivo
electrónico fue grabado y editado enteramente en el iPad de su líder y fundador
Damon Albarn.
Los
Gorillaz hicieron un disco entero utilizando solamente un iPad. La noticia es
acaso pintoresca, asociada a la intencionalidad de trabajar sobre un concepto único,
una única herramienta, un único callejón sonoro, un "dogma" sonoro. El reverso de la moneda estriba
en las naturales implicancias de desarrollar música en la frontera de la
mercancía, a partir de uno de los últimos productos adorados por la
cybertecnología y las grandes corporaciones informáticas. ¿Cómo se debe
interpretar el último capricho de Damon Albarn? ¿Es un hábil truco
publicitario, o la demostración del poderío de esas beldades electrónicas
absolutamente subutilizadas por usuarios hedonistas y aburridos?
El
debate no es nuevo; no van estas líneas asociadas a la torpeza rockera de criticar la
electrónica por estar hecha por máquinas y no por hombres, olvidando que los
instrumentos básicos del rock –excepto la percusión- son eléctricos y están
mediados por pedales, distorsionadores y ni hablar de los mecanismos
electrónicos de grabación, edición y posterior masterización. El debate implica
la actitud artística que propone el autor, o acaso el intérprete, o bien esa
categoría intermedia del deejay, en lo relativo a la creación musical a través
de herramientas digitales. Y para eso hay que escuchar lo que se produce, en
este caso los ruiditos que provoca este –a priori- pintoresco disco de
Gorillaz.
The Fall, mediado por el iPad, es un disco que
la propia herramienta va llevando a una electrónica-lofi, como si la pequeña
maravilla concentrara a Albarn, a sus amigos ocasionales y a los invitados, en
un tono ambient y con largos momentos de sampleos acústicos. Tal es el
rendimiento que el colectivo logró sacarle a las aplicaciones del iPad, un matiz
que se lleva bien con el toque introspectivo e incluso melancólico que el ex
Blur siempre le imprimió a las composiciones de Gorillaz. Pero es apenas un
matiz, que nadie piense que se trata de una novedad experimental, mucho menos
un riesgo.
Hay
un antecedente muy cercano, y tal vez de mayor interés conceptual, facturado
hace exactamente once años por el músico argentino Daniel Melero. El disco se
llama Tecno, fue publicado por el
sello Ultrapop. En él, el compositor anuncia en los créditos que su disco “fue
grabado íntegramente en una computadora personal, con software obtenido
gratuitamente en Internet. Excepto mi voz, ningún instrumento no virtual fue
utilizado. La única tecla oprimida fue la del mouse”. El dogma electrónico de
Melero va a contramano del marketing, se asienta en la búsqueda, en la mirada
frente al territorio virtual.
El
disco de Gorillaz es entonces un buen disco, contemplativo, admirador del
software utilizado, de la herramienta. Es la versión 2011 de un colectivo musical
cuya intención siempre fue la de adaptarse a la novedad con el fin de provocar
sorpresa y entretenimiento. Está sí en las antípodas de un proyecto crítico,
como el de Melero, que once años después sigue siendo interpretado como la
necesidad de reflexionar sobre la creación lo más lejos posible de las
corporaciones.
No comments:
Post a Comment