En la primera fecha del festival Primavera
0 edición 2012,
estuvieron en el escenario del Teatro de Verano los mexicanos Café
Tacuba. Dieron, como suelen hacerlo, una clase magistral. Fue un
paseo por el repertorio, desde las primeras canciones y los
experimentos del legendario disco Re.
Fue una noche mágica, en la que dejaron claro que el rock de fusión,
el mestizo, el más impuro, el que mezcla lo que no se debería
mezclar, sigue manteniendo –en ellos- la chapa de autenticidad que
no siempre tuvieron otros artistas del continente que se subieron a
la ola del rock latino.
Es
posible adivinar algo relativo a la identidad mexicana en la buena
salud de estos mestizajes. Ellos, los Tacuba, suelen decir que por
más epigonal que intente ser un artista de rock mexicano, jamás
puede clonar a un artista anglo. La frontera, el movedizo contexto
espacio-tiempo en el que se mueven los signos culturales mexicanos,
fortalece y dinamiza un debate que en zonas más periféricas -como
el Río de la Plata- acusa menos importancia, pese a la pertinencia
conceptual que merece. Esta dinámica es la que hace que historias
musicales de frontera, como la de Julieta Venegas en el pop-rock, o
las rolas de fusión electrónica de Camilo Lara y su Instituto
Mexicano del Sonido (a propósito, su último disco Político
es una verdadera joya de mezcla de raíces y modernidad), tengan
tanta potencia en sus mercados regionales y en sus desarrollos hacia
el exterior. Porque, al igual que pasa en la literatura y otras
artes, México (y también Colombia, Perú y Chile), son los grandes
países exportadores de productos culturales iberoamericanos,
desplazando acaso a Argentina y a la propia España.
El
último caso en la música popular mexicana es el de Lila Downs.
Basta escuchar cualquiera de sus discos anteriores (La
línea,
del 2001; o La
cantina,
de 2006) para encontrar una artista fuera de serie, de esas cantantes
como hay pocas (piensen en Mercedes Sosa, en Violeta Parra, en Fiona
Apple), que son capaces de emocionar con su sola presencia y manejan
una energía interpretativa que seduce de inmediato. Su peripecia
mestiza y migrante –hija de una cantante mixteca y un académico
escocés- la llevó de Oaxaca a Nueva York, en idas y vueltas que
encontraron el exorcismo en los pliegues de una canción acaso
impura, en la que se cruzan el blues, el hip hop, la cumbia, el
sentimiento ranchero, el jarocho, el flamenco, en ese sello
particular que le imprime la cantante.
El
disco Pecados
y milagros
dialoga con obras como el Re,
de los Tacuba; es una obra abierta y mestiza, de alta y brutal
mexicanidad, con el color provocativo de la fusión. Si ya conoce a
Lila Downs, este es un cancionero en el que encontrará madurez y la
definición de un concepto; si aún no la escuchó, es imprescindible
saber de esta viajera de la canción que reinventó la música
mexicana contemporánea.
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