Bandoleros, de Joao Gilberto Noll es una de esas novelas que no
pasan inadvertidas. Perturba, conmociona y provoca al lector desde sus riesgos
formales, pero sobre todo por la violencia y el nihilismo que contiene el
relato de un autor nacido en Porto Alegre en 1944.
Al terminar la lectura de Bandoleros se percibe un desasosiego similar al que provoca
cualquiera de las grandes novelas de Bolaño (Los detectives salvajes, 2666).
La inmediata lectura del pie de impresión y una rápida búsqueda por la red
confirman dos o tres datos importantes: que Bandoleros
fue publicada originalmente en Porto Alegre en 1985; que es la primera
novela del autor traducida al español (ya van cuatro), por la casa argentina
Adriana Hidalgo y su primera edición data del año 2008; que el autor es considerado
uno de los más importantes en lengua brasileña de las últimas décadas y la
crítica lo emparienta directamente con Samuel Beckett y acaso cierta desmesura
propia de los filmes de Godard de los años 60.
Bolaño, Beckett, Godard, vaya referencias para irse
acercando a una prolífica obra que viene escribiendo el casi desconocido –para
nosotros, montevideanos- Joao Gilberto Noll, a bastante menos de mil
kilómetros, en la no tan cercana Porto Alegre. La mención personal a Bolaño
tiene, asimismo, dos significados: el parentesco en el pulso narrativo (manejo
similar de rupturas temporales, escenarios desangelados de los que entran y
salen personajes, tiempos, ciudades, relatos y –acaso- distintas versiones) y
la certeza de que hay pocas obras –en el Río de la Plata y tal vez en todo el
continente- tan implacables como las de ambos. Para la anécdota queda que
Bolaño difícilmente pudo leer a Noll, traducido al español, y que Noll no pudo
–antes de escribir Bandoleros y su
larga serie de novelas- leer esos grandes novelones del chileno, sencillamente
porque aún no habían sido publicados. Contemporáneos y seguramente invisibles.
Seguramente ambos leyeron a Borges, a Sábato (de hecho, Noll
le dedica tres páginas a ciertas peripecias del escritor argentino en Boston),
vieron las películas de Godard, husmearon en Beckett, pero sobre todo
pertenecen a una misma generación. Es difícil dejar los parentescos de lado,
las especulaciones, cuando se lee una novela como Bandoleros, que narra y entrecruza historias que llevan al lector
de Rio de Janeiro a Nueva York, o a un
oscuro rincón rural brasileño en el que se cruzan las vidas del alcohólico
Steve –el trastornado hijo de un ex cónsul brasileño en Brasil- y del narrador
–un escritor recién divorciado de una académica que fue parte de una secta
posfilosófica en Boston. Hay otros personajes, hay vueltas temporales que hacen
generan la sensación de cinta de Moebius en el hilo narrativo (una historia
lleva a otra historia que vuelve a llevar a la primera historia, y deja de
importar cuál es real o cuál es una versión de sí misma).
La habilidad narrativa de Noll es formidable. Bandoleros es uno de esos relatos que
devuelven el carácter de arte a la buena literatura, tan bastardeada en los
últimos años por los grandes sellos editoriales. Sería bueno que el
descubrimiento que hizo Adriana Hidalgo le generara al autor unos cuantos
lectores de este lado del Río de la
Plata , tan cerca y tan lejos de Porto Alegre. Tan lejos y tan
cerca de Bolaño y la mejor tradición del continente.
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