El tercer disco
solista del madrileño Jaime Urrutia después de la disolución de Gabinete
Caligari es un cancionero muy especial, a la altura del inigualable Patente de corso.
Como seguramente haya muchos en el Río de la Plata que ignoren la
existencia de Jaime Urrutia, es necesario presentar una vez más a este
cantautor fanático de la bohemia y de los toros por igual, madrileño de la cepa
más pura, que escribió (y cantó) varias de las mejores páginas del rock español
de la movida. "La culpa fue del cha cha cha", "Camino
Soria" y "Que Dios reparta suerte" fueron algunas de las
canciones emblemas del trío Gabinete Caligari, banda insuperable en mezclar el
beat y la actitud siniestra pospunk con aires españoles de pasodoble.
Jaime Urrutia desapareció de la escena a mediados de los
años noventa, cuando la máquina Caligari dejó de funcionar. Regresó en el 2000
con un primer disco solista llamado Patente
de corso, pergeñado junto con su compadre musical Esteban Hirschfeld, el ex
Mocker uruguayo de nacimiento que hace cuarenta años se fue a tierras alemanas y luego se afincó en Valencia. El teclista había sido el
"cuarto" Caligari, desde el disco Camino
Soria, cuando la banda se sacudía la oscuridad y potenciaba el amor de Urrutia
por los grandes rockers de los 50. Así fue que Urrutia, sobreviviente de la
movida, se mandó en Patente de corso
un disco con sabor a clásico, con canciones como "Que barbaridad" que
se pegan como chicle y auguraban un remonte especial de su carrera. Pero nada
es fácil en la historia del rock, donde las historias dificilmente tengan final
feliz. El segundo disco de Urrutia se demoró más de lo pensado y sonó cansado,
cerebral, como si todo tuviera una vuelta más de lo necesario. Después vino un
grandes éxitos een vivo, correctísimo y para cumplir con las necesidades de la
discográfica, pero en esencia lo que provocó fue una larga demora para que
vinieran nuevas (y buenas) canciones.
En esta vuelta al disco, cerrando la década, Urrutia llamó
nuevamente a Hirschfeld para que se ocupara de la producción y juntos tomaron
una decisión muy feliz: grabaron en el estudio de Dr. Explosion en Gijon, una
cueva muy especial, sin tantas tentaciones tecnológicas y contexto especial
para grabar las guitarras folk que pedían las canciones, incluyendo alguna que
otra armónica del anfitrión.
Lo que no está escrito
es un disco del mejor rock clásico, con la particular poesía de Urrutia y su
voz hecha de escenarios, refinamientos de crooner y tantos bares de Madrid. Es
un pecado mayor que no venga a presentarlo por el Río de la Plata , como lo ha estado haciendo
el gran Loquillo con sus últimos discos en los últimos años. Ya dijimos que en
esto del rock hay historias que no son fáciles, y es una picardía que el gran
Urrutia no haya podido cruzarse, por ejemplo, con ese otro gran crooner que
supimos tener en Montevideo y se llamó Eduardo Darnauchans.
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