bienvenida paranoia



Sexta parte de la Heptalogía, La paranoia fue estrenada el 26 de abril de 2008 en el Teatro 25 de Mayo de Buenos Aires. La obra se había mostrado previamente como “work in progress” y luego viajó a festivales en México, España, Italia y Alemania. Con actuaciones de Rafael Spregelburd, Andrea Garrote, Alberto Suárez, Mónica Raiola y Pablo Seijo, la propuesta escénica exige la más íntima colaboración del espectador: La paranoia construye una despiadada reflexión sobre los turbulentos caminos a los que se conduce la sociedad contemporánea a través de una trama compleja pero impactante. Los que sigue es una entrevista con el autor, actor y director Spregelburd en la previa del estreno en Montevideo.

¿Cómo ha sido el periplo de La paranoia desde su estreno y cómo sentís a esta obra dentro de tu producción dramatúrgica?
La paranoia es uno de mis proyectos más ambiciosos, con todo lo bueno y todo lo otro que esto implica. Con mis actores veníamos de hacer La estupidez, una especie de proeza narrativa y actoral de casi cuatro horas de duración, y sabíamos que iba a ser muy difícil levantar la valla e ir un paso más allá. La paranoia fue el resultado demencial de tratar de no resignar nada de lo que nos había encantado en nuestro trabajo anterior, y al mismo tiempo la necesidad racional de traer las cosas a un plano posible. Si bien la obra resultó agradablemente más breve que la anterior, la apuesta hacia lo tecnológico marcó la diferencia fundamental de lenguaje que estábamos buscando. Una vez más, mis cinco actores vuelven a multiplicarse en una treintena de personajes, pero la ventaja de haber decidido mezclar filmaciones con teatro en vivo nos dieron nuevas posibilidades. Algunos las odiarán, claro, porque nuestro lenguaje se ha caracterizado siempre por ser abusiva y económicamente teatral. Pero visto con gran atención, las películas que integran este combo monstruoso tienen mucho de teatro: sus condiciones de producción, de edición, de mestizaje están muy cerca de nuestras concepciones personales de lenguaje escénico.
De alguna manera esta integración de lo tecnológico, del cine, vuelve más compleja la puesta en escena...
Siempre supimos que La paranoia iba a ser tal vez la obra más “complicada” dentro de nuestra historia, y aceptamos ese destino estoicamente. Si uno tiene pretensiones pavotas pero definitivamente filosóficas, es natural que el engendro no resulte de fácil acceso. La estupidez podía leerse en más de un nivel, y tenía al menos uno muy accesible: el de la peripecia. La paranoia es decididamente para públicos muy arriesgados, capaces de apasionarse con las mismas cosas que nos llevaron a nosotros a concebirla, cosas que a veces no son de fácil digestión. Paradójicamente mis obras se estrenan con naturalidad en teatros nacionales de Hamburgo o de Frankfurt, pero en Buenos Aires nuestra tarea sigue siendo de corte independiente. La sala oficial -se estrenó en la 25 de Mayo- facilitó algunas cosas y complicó otras: el barrio, la prensa, el público, la difusión no siempre estuvieron en nuestras artesanales manos. Fue una experiencia interesante. Luego de bajar de cartel, la obra –ya sin sala- empezó a vivir una vida de giras y paseos (Sevilla, Torino, Ourense, Berlín), pero es muy improbable que vuelva a ponerse en Buenos Aires.
¿Por qué decidiste trabajar sobre el tema de la paranoia... construyendo paradojalmente una gran conspiración?
No decido trabajar sobre un tema determinado. No digo que los temas puntuales no aparezcan, pero suelen ser la sumatoria de efectos que surgen de poner a funcionar un mecanismo -un procedimiento, unas reglas de juego- caprichoso pero contundente. No sé si la paranoia sea realmente el tema de La paranoia. Más bien podría pensar otros temas que me parecen más pertinentes: el fin de la literatura, por ejemplo, y con ello el fin de lo “estrictamente humano”. En todo caso, en La paranoia se produce una metáfora bastante más sencilla y más casera: es la paranoia del propio creador, que sabe que un grupo de personas -sus espectadores- esperan algo de él, pero él no sabe qué es. ¿Qué querrán ver nuestros públicos? Si le damos lo mismo de antes, que tanto les gustaba, se sentirán defraudados. Si les damos algo nuevo, para lo cual aún no tienen categorías cerradas de gusto, no lo disfrutarán. Esta escena, tan casera, tan cercana a los procesos concretos de cualquier artista, fue el verdadero combustible que guió nuestra errática búsqueda. Supongo que con todo lo dicho estamos advirtiendo sobre el peligro fatal de que esta obra no guste a todo el mundo. En fin. Estamos paranoicamente resignados a no gustar del todo. Pero insistimos: la experiencia, por más equívoca que sea, bien vale la pena.
Varias de tus obras se nutren de dilemas filosóficos, de discusiones acaso científicas. ¿De qué manera temas tan ásperos pueden llevarse a escena?
¡Ah, si yo lo supiera mis obras serían éxitos comerciales, y los dueños de las salas se pelearían por tenerme trabajando a sala llena! No lo sé. Tampoco sé si la filosofía es una zona áspera. Depende de tus inclinaciones personales. Si me preguntás a mí, te diría que el fútbol me puede resultar más áspero que un buen debate sobre Hegel. De ambas cosas entiendo poco. Pero seguramente me sentiré más atraído por Hegel que por la Ley del Orsai. Espero que no se me culpe por esto. A veces escucho decir que mis piezas son complicadas. Creo que la gente que dice eso no ha intentado siquiera leer a Lacan, a Wittgenstein. ¡Eso es complicado! Mis obras son pequeñas piezas de juguetería compleja, no mucho más.
¿Cuánta es la importancia del teatro en este tiempo, frente a otras posibilidades de construir ficciones?
¿Con qué vara medir la importancia del teatro? No lo sé. Si pensamos en los niños que mueren de hambre, o en la violencia de género que asesina mujeres, o en los desastres naturales que arrasan humanos, o en los sistemas políticos que trazan los mapas de la dependencia, la verdad es que el teatro es una cosa insignificante, que bien podría no existir. Pero si pensamos en cuán importante parece ser para la gente que le sigan contando historias, y si además agregamos la velocidad que tiene el teatro para descubrir e interpretar lo que yo llamo “el espíritu del lugar” (un conglomerado de connotaciones, finas ironías, aspectos que el lenguaje no atrapa, y que viven en una comunidad de sentido determinada), entonces el teatro parece legitimar con creces su propia existencia. Frente a otras formas narrativas de hacer esto -como el cine o la televisión- las diferencias son claras y no parecen generar problema. Si el teatro se hace a mano, y es en este sentido “de escala artesanal”, el cine es “industrial”, digan lo que digan. Incluso el mejor cine independiente necesita de una cantidad de dinero desaforada que no se recupera de la venta de entradas. El cine está obligado siempre a una inteligente negociación empresarial. El teatro no negocia nada. Se hace entre seres humanos, siempre ha sido así, y no hay mucha novedad en esto.
¿Cómo ves a la actual escena argentina y de la región?
Oscilo entre el optimismo y la desesperación. A veces veo reformulaciones, pero éstas adolecen de una enorme ingenuidad, y entonces se quedan en meros intentos formalistas. A veces veo obras que interesan desmedidamente a una comunidad de sentido y no llego a entender el por qué. Se constituyen como modelos, se las sigue durante un tiempo, y finalmente se las abandona porque sus secuelas llegan a un callejón sin salida. Fuere como fuere, soy un apasionado del movimiento, y me alegra ver que nuestra región -como la llamás vos- se caracteriza por una extrema movilidad. Al menos comparada con otras regiones donde he podido hacer mis experiencias laborales -como la Europa culta, que parece muchas veces entregada a una quietud tradicionalista, donde se repite lo mismo hasta la eternidad, porque sus públicos han aprendido a gozar de la repetición tradicional-. Nosotros, que tenemos una tradición híbrida, mestiza, problemática, estamos un poco condenados a la movilidad. Pero esta movilidad no siempre significa avance. Y de hecho, la idea de avance es ajena a los fundamentos del arte. Estamos demasiado cerca para poder juzgar lo que es contemporáneo. Hay que dejarse llevar por la propia intuición, rehuir de las modas, buscar la propia profundidad, aceptar que cada obra no es un nuevo producto, sino un paso más en esa línea zigzagueante de conocimiento que uno lleva adelante. Lo que ocurra con la historia será simplemente la sumatoria inevitable de esos estertores particulares, personales, autorales. Están ocurriendo en simultáneo tendencias opuestas e inconciliables, y es muy estéril suponer que unos tienen tazón y los otros no la tienen. Pero esta afirmación –que se entienda- no implica la aceptación de cualquier cosa. ¿Por qué hay obras geniales que no puedo ni empezar a explicar, y obras que no puedo ni explicar y que me parecen un intento vano? Es un misterio. En una época en crisis, con todos sus valores abiertos y sangrantes, es imposible lograr consenso en los artistas y que éstos se unifiquen o se enrolen en un determinado movimiento, ya sea “regional”, “generacional”, “formal” o “temático”.
¿Qué te sigue atrapando del teatro desde el primer día que te metiste a escribir?
Que no me pide nada. Que es impío y cruel. Que no promete allanarme el camino de mi próxima búsqueda. Que me ofrece sólo incertidumbre. Que cuando creo haberlo entendido, ya está en otra parte. Que mantiene con vida el deseo.


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