/ el fin de la infancia
a neuman lo conocí hace algunos
años, cuando me contactó para un proyecto editorial que dio en
llamarse “pequeñas resistencias”: un mapa de narradores jóvenes
iberoamericanos coordinado por este argentino nacido en mil
novecientos setenta y cinco que entonces tenía dos novelas
publicadas por anagrama y un futuro prometedor. el trabajo de neuman
como riguroso antólogo fue publicado por la editorial madrileña
páginas de espuma. hacía un tiempo que no sabía de él hasta que
me llevé una muy grata sorpresa: este año ganó el premio
santillana con el novelón “el viajero del siglo”. le escribí.
me dijo que quería que presentase su libro cuando pasara por
montevideo. acepté. pero tuve problemas para leer la novela que me
alcanzaron en la editorial. una sensación extraña me impedía
avanzar en la lectura. la tarde convenida para la presentación
llegué sin haberla leído y hecho un manojo de nervios.
aproveché que también se sumaron pablo casacuberta y claudia
amengual en la mesa para no hacer un gran papelón. la explicación a
todo esto la encuentro ahora, cuando termino de editar esta larga y
entrañable entrevista: quería conocer al tal andrés antes que a
los personajes de su novela, quería tener la certeza de preguntarle
por su vida, por su condición de viajero que sabe que no se puede
regresar a ninguna parte... así fue que dejé la novela a un lado y
me fue más fácil enterarme que andrés tenía trece años cuando
sus padres decidieron vender la casa familiar en buenos aires y
emigrar a españa. que era verano. que las cosas no fueron fáciles
para la familia neuman. que desde ese momento andrés tuvo dos
patrias y unos años después se inventó una tercera, cuando se
descubrió novelista de ficciones como “el viajero del siglo”,
una novela que dejé para leer en este verano y acabo de terminar
para comprobar que todos los viajes empiezan y terminan en el fin de
la infancia.
¨¨¨¨
_El protagonista de tu novela es un
viajero, circunstancia que tiene mucho que ver con tu peripecia de
migraciones y exilios. ¿Te sentís viviendo entre dos patrias, entre
la Argentina de tu infancia y la España de tu adolescencia y
juventud?
_Me siento que vivo en una tercera
patria, que es la ausencia de patrias. Cuando se tiene más de una
patria empezás a plantearte que lo que se produce es la disolución
de la noción de patria como algo esencial y que se constituya de
principio a fin en tu vida. El país al que más me interesa
pertenecer es a la frontera. Muchas veces he tenido la sensación de
que tenía dos patrias y muchas veces he tenido la sensación de que
tenía dos extranjerías. El resultado de todo eso es la certeza cada
vez más grande de que uno no está del todo en ninguna parte.
_Cuando tus padres decidieron
emigrar a España vos tenías una edad medio complicada para ese tipo
de situaciones... ¿Cómo fue?
_Como bien decís, me fui al comienzo
de la adolescencia, que es una edad fronteriza también, entre el
niño que acabás de dejar de ser y el adulto que todavía no sos ni
remotamente. De manera que lo viví como algo conflictivo, por el
cuándo y por el qué. El cuándo fue para mí especialmente
inoportuno, desde el punto de vista estrictamente personal, porque
siento que tuve una infancia más bien antipática, no por ninguna
razón en particular sino porque no me hallaba dentro de esa fase que
mucha gente idealiza y pinta como un paraíso y que para mí fue un
pequeño y modestísimo infierno. Sin embargo, ese último año mío
en Buenos Aires, que coincidió con un cambio de centro escolar y con
un cambio de grupo de amigos, había sido probablemente el año más
lindo de mi vida, en el que empezaba a encontrar un lugar… en el
famoso Nacional Nº 1 de Buenos Aires, que era donde habían ido mi
padre y mis tías...
_¿Cómo recibiste la noticia?
_En cuanto a cómo me enteré de la
noticia, fue de forma completamente clandestina. Mis viejos, que eran
músicos –mi madre tocaba el violín y mi padre el oboe–, solían
irse a Europa de gira, para trabajar o para ganar un poco de plata
para sobrevivir, y eso lo hacían desde hacía varios veranos. Pero
el año en que ganó Menem decidieron que ese verano no irían a
trabajar sino a buscar para irse definitivamente. El triunfo de Menem
fue el punto de inflexión en que mis padres decidieron emigrar.
Mientras ellos buscaban trabajo y mi madre había encontrado una
plaza en una orquesta, le habían comunicado la decisión a mi tía,
que se había quedado con nosotros, pero le dijeron que por favor no
dijera nada porque ellos querían comunicárnosla personalmente.
Y mi tía desobedeció, con muy buen
sentido, a mis padres, porque cuando mis padres volvieran me iba a
quedar muy poco tiempo para asimilar la noticia antes de viajar.
Entonces mi tía decidió contravenir la orden de mi madre y
contarme, secretamente también, lo que ellos habían decidido. Era
el comienzo del verano y me dijo: “Éste va a ser tu último
verano en Buenos Aires; aprovechalo”. Entonces yo estuve
durante todo el verano fingiendo por teléfono que no sabía lo que
ellos habían decidido y odiándolos por eso, totalmente resentido y
a la vez disimulando, mientras me iba despidiendo de todos mis
amigos. Después tuve que impostar una gran sorpresa cuando vinieron
y me lo contaron. Hicimos –esto lo cuento en mi novela Una vez
en Argentina– una feria americana donde vendimos todas nuestras
cosas y para mí el final definitivo de mi infancia coincidió con la
subasta de todos mis juguetes al mismo tiempo: venían un montón de
desconocidos y se los llevaban. Porque había que tratar de juntar un
poco de dinero para tratar de sobrevivir los primeros meses en
España.
El trabajo que había conseguido mi
madre era por un año, no necesariamente renovable. Y si a mi vieja
no le renovaban el contrato en la orquesta nos quedábamos con lo
puesto, sin propiedad y sin trabajo, a doce mil kilómetros de
nuestro lugar de origen. Trataron de ir con los máximos ahorros
posibles, y además de vender la casa, una de las maneras fue vender
las cosas que había adentro. Me acuerdo de que mi viejo me dijo:
“Elegí uno o dos juguetes, diez o veinte libros, y todo lo
demás lo vamos a tener que vender”. Entonces, contemplar cómo
todo el mundo se iba llevando mis cosas y mis juguetes fue, por un
lado una experiencia traumática, y por otro lado una experiencia muy
reveladora, porque en realidad me vino bien ver eso para terminar de
entender que mi vida estaba cambiando y que había empezado otra
etapa.
De repente venían señoras y decían:
“¿Este organito electrónico cuánto vale?”. Y les
decían: “Nada, tres mangos”. “¿Y si me llevo el
organito y toda la colección de Astérix?”. “Cuatro
mangos, quédesela”. Yo me mordía los labios y decía “No
puede ser”, pero a la vez fue una catarsis: “Tu pasado
está en venta”. Y después me di cuenta de que sin querer
estábamos repitiendo o emulando lo que hizo Menem con el Estado. En
esa época el Estado argentino malvendió todo lo que tenía: sus
trenes, sus aviones, su luz, su gas, su electricidad, su petróleo.
Vinieron unos señores y unas señoras y se lo llevaron por cuatro
mangos y empezaron a pertenecer a ellos. Eso fue exactamente lo que
hicimos con mi casa.
_Había que empezar de cero en
España... pero en el medio estuvo el viaje. ¿Cómo fue esa
experiencia?
_Todo lo que sucede en una migración
es revelador, sobre todo cuando sos chico, porque todo lo mirás con
una perplejidad absoluta. El adulto sabe o cree saber qué está
pasando y desde ese autoengaño filtra muchas cosas, pero el pibe,
como no entiende nada y no sabe lo que está pasando, percibe y
retiene más. Yo recuerdo que mi viejo, había estado tres meses sin
dormir para cerrar la casa. Todos los trámites los hizo solo, porque
mi mamá se fue antes a España para incorporarse a la orquesta. Y no
dudaba. Mi padre era una especie de rayo que iba y venía y con
eficacia clausuraba todas las habitaciones de nuestra casa, tipo
“Casa tomada”, pero cuando subimos al avión, en cuanto se sentó
en el asiento, que era el que estaba al lado mío, empezó a llorar
durante media hora seguida, sin parpadear, y después se pidió
cuatro whiskys seguidos y durmió todo el viaje. El viaje en avión
fue muy impresionante porque vi cómo mi viejo se derrumbaba después
de toda esa eficacia de varios meses... O sea que mi viaje en avión
fue mirar la cara de mi viejo mientras dormía.
_¿Y tu hermano?
_Mi hermano se llama Diego y es zurdo
y argentino pero no juega como Maradona. Era muy chiquitito, tenía
siete años. Yo tenía supuestamente la función de protegerlo un
poco, cosa que no sé si hice muy bien pero era mi función. Yo
estaba en una posición bisagra: mi padre me tenía que cuidar a mí
y yo tenía que cuidar a mi hermano.
_Entonces llegaron a Granada…
donde está la Alhambra.
_Uy, no… cuando uno llega a una
ciudad después de una emigración brusca, el aterrizaje nunca es
turístico ni de postal. Nosotros no íbamos a hacer turismo ni
estábamos con ánimo turístico, entonces lo primero que vi fue la
estación de tren, que era una estación bastante catastrófica y que
no estaba a la altura del flujo turístico. Entonces, cuando llegué
a esa estación de mierda, vi que había tres andenes y nada más, y
ahí estaba mi madre, grandes abrazos, besos, alegría, y cuando
salimos de la estación veo esa calle tan horrorosa que se llama
Avenida de los Andaluces, pensé “¿Esto es Granada?”. Fue
muy simbólico, porque pensé “esta es la decepción de los
lugares nuevos”. Durante meses tuve la idea de que me había
trasladado a una aldea que me iba a oprimir, que me iba a quedar
chica, y fue curioso, porque conforme pasaba el tiempo, Granada fue
haciéndose cada vez más grande en vez de hacerse cada vez más
chica.
_Inevitablemente la comparabas con
Buenos Aires...
_El porteño tiene la tendencia a
descalificar todo lo ajeno. Entre eso y que efectivamente Granada era
diez veces más chica que Buenos Aires, objetivamente hablando,
llegué con la idea de que había cuatro calles y de que me iba a
aburrir... Después empecé a descubrir que tenía muchos rincones,
que no tiene un plano reticular, lo cual tiene consecuencias hasta
ideológicas. Granada es un laberinto: vos querés ir a una calle y
agarrás por la de atrás, y cuando querés acordar te fuiste a la
mierda porque no son paralelas en absoluto. Está llena de cuestas
arriba y cuestas abajo. Entonces empecé a darme cuenta de que en su
pequeñez Granada era infinita. Todavía hoy sigo pasando por
esquinitas del centro y me digo “ay, me parece que nunca estuve
en esta esquina”, porque es muy intrincado el diseño de la
ciudad. Granada es una ciudad a la que le tengo mucho cariño y en la
que me siento muy bien, pero los primeros dos o tres años no fueron
nada fáciles.
_¿Qué papel juega la literatura
en tu vida?
_Me cuesta mucho pensar en cómo
influye la literatura en mi vida porque la pregunta presupone que mi
vida es una cosa y la literatura es otra. Y como yo las vivo tan
mezcladas, no concibo mi vida sin la literatura, y esta no tendría
ninguna utilidad sin la vida de los que escriben y los que leen. En
realidad no sé cómo influye porque son las dos caras de una moneda.
_¿Y si sacamos el verbo “influir”
y sustituimos “escritura” por “lectura”?
_Es que es lo mismo. No me concibo sin
leer ni sin escribir. Me parece que la literatura es un ejercicio de
vitalismo, o así lo entiendo yo. Como no siento que cuando uno está
dedicándose a la literatura la vida se interrumpa, ni siento que
cuando uno está haciendo eso que se llama vivir está dejando de
aplicar sus conocimientos literarios… Te podría decir, aunque
pueda sonar un poco hiperbólico: siento que la literatura es mi vida
y que mi vida está en la literatura, no solo la que escribo sino la
que leo, la que escriben los demás. No me imagino la vida sin la
literatura.
_¿Cuánto comprometés tu propia
peripecia en esta novela? Porque hay una construcción en la que
planteás un escape, la posibilidad de vivir en la frontera...
_Si la novela anterior hablaba de la
relación entre Europa y Argentina y vinculaba la experiencia de mis
ancestros a la brevísima experiencia de mi infancia en Argentina,
ahora me interesaba irme de ese siglo, de ese país, de mi biografía,
que es diminuta como la de todo el mundo, y tratar de proyectar todo
eso de forma un poquito más universal y por lo tanto también más
imprecisa, más indeterminada. Por eso mismo me pareció que lo justo
era inventar el lugar, en una novela histórica que no narrara
acontecimientos históricos, ni sucediera en un lugar real. El
protagonista, el viajero Hans, viene a ser un personaje de frontera,
que llega a un lugar de frontera…
_Y decide quedarse en esa ciudad de
frontera que se llama Wandernburgo...
_Lo que hace que durante la novela
esté quieto, así se da la paradoja de que “el viajero del siglo”
no se mueve en toda la novela, es un viajero estático. Es una
especie de internauta del siglo diecinueve, porque está al tanto de
todo, estuvo en todas partes y es capaz de manejarse en todas las
lenguas... Pero lo cierto es que a lo largo de la novela está
sentadito, igual que nosotros. Dice que estuvo, dice que sabe, dice
que vio, pero está quieto. Y eso lo hace parecerse mucho a nuestra
vida: estamos en la era de las telecomunicaciones, en la era de los
desplazamientos, de la simultaneidad, y por eso mismo, aunque parezca
raro, la mayor parte de nuestra vida transcurre sentado frente a una
pantalla. Hans no tiene una pantalla pero tiene un arcón, un arcón
en el que caben demasiadas cosas: de allí salen demasiados libros,
demasiados objetos. Ese arcón parece no tener fondo, y por lo tanto
su función narrativa en la novela se parece a la de la tapa, que es
una maleta que al abrirse revela en la parte superior un paisaje,
como si la maleta se abriera y se convirtiera en una laptop. Algo de
eso hay en el arcón de Hans. Y Hans llega a este lugar, que es un
lugar fronterizo, literal y metafóricamente.
_También es un lugar de frontera
de ideas.
_Exactamente. Por un lado,
Wandernburgo ha sido sajona y prusiana, según el año, como les
pasaba a mis antepasados polacos. Tuve un bisabuelo polaco que vivía
en la frontera entre Rusia y Polonia, y según cómo estaban las
relaciones entre los países era polaco o era ruso. Pero además
Wandernburgo es un absurdo e imposible bastión católico en plena
tierra protestante, y entonces participa de dos mundos en más de un
sentido. Y a este viajero también le pasa que nunca termina de estar
en ninguna parte. Es un nómada que hace o cuenta que hace de su vida
una especie de trashumancia, es decir, llega a un lugar y como además
es traductor, digamos que es un freelance de la época, llega
a un lugar, si le gusta se establece, vive ahí, traduce para
diversas editoriales y cuando se cansa, se va. Entonces no tiene
lugar fijo de residencia. Tampoco parece tener familia, es un
desarraigado. Y llega a una ciudad que tiene una propiedad fantástica
de la que se dan cuenta sólo los forasteros y los extranjeros: sus
calles cambian ligeramente de lugar.
_Volviéndose tan intrincada como
tu Granada...
_Exacto. Él y el otro personaje
extraño de la novela, que es Álvaro, que tampoco se puede ir de ahí
por razones personales, empiezan a percibir que los cafés o los
bares a donde van, no están siempre del mismo lado de la calle, y
que hay callejones -que están convencidos de que son cuesta arriba-
y un día se los encuentran cuesta abajo. Eso la hace una ciudad
móvil, fronteriza; y bueno, todo eso son formas de reflexionar
acerca de la extranjería, del desarraigo, de la emigración, pero
sin partir de una experiencia autobiográfica demasiado evidente.
_¿De dónde viene la historia que
se cuenta en la novela?
_Hay un ciclo de canciones de Schubert
que se llama El viaje de invierno, que es hermosísimo. La
última de las canciones narra el encuentro del personaje principal
de las canciones, que es un nómade, con un músico ambulante, un
organillero que le llama mucho la atención porque está quieto y
parece feliz. El viejito parece haber encontrado su lugar en el
mundo. Entonces el viajero se pregunta cómo hará, y piensa: “¿No
debería quedarme a cantar con él?”. Ahí termina la canción
de Schubert. Y ahí empieza mi novela, como si fuera la continuación
de ese encuentro de esa canción. Entonces yo pensé: ¿qué necesita
esa historia? ¿cón qué lenguaje puede estar contada? Por eso
decidí hacer un homenaje a la narrativa del siglo diecinueve, a las
novelas de personajes, con trama, pero al mismo tiempo con una
conciencia muy fuerte de que hoy hacemos zapping, vemos películas,
vemos videos, somos más impacientes, y nos gusta lo fragmentario. Y
pensando en lo que necesitaban los personajes... el nómade y el
organillero.
_También lo que necesitás vos,
también...
_Y sí. Una vez que se plantea una
ficción, una vez hecha esa transferencia entre tus necesidades
íntimas y la historia, la historia te empieza a vampirizar. Siempre
hay una chispa que es profundamente íntima para todas las historias
que contamos, aunque transcurra en el antiguo Egipto y hable del
regadío en el Nilo. En el fondo algo te pasó con un río, o las
pirámides te obsesionaban, lo que sea. Pero una vez que se hace esa
transferencia un poco catártica del principio, hay que ponerse a
trabajar, porque para eso se es escritor y no paciente de diván...
eso es lo bueno.
Yo creo que no escribimos sólo para
entender nuestra vida, escribimos para transformarnos en otra
persona. Es ahí donde está la magia de la ficción. En ser otros.
Esos otros te pueden devolver tu yo o lo que quieras. Es lo que decía
Keats: el escritor tiene la suficiente personalidad como para carecer
por completo de personalidad. Porque solo desde ahí podés
transformarte en cualquiera. En ese sentido, la labor del narrador no
es tan distinta de la del actor. Narrar es borrar un poco tus huellas
y empezar a marcar las huellas del otro. Y eso es una forma de
identidad, también.
_¿Cuándo te diste cuenta de que
el viaje de tu familia a Granada iba a ser más o menos definitivo?
_Yo siempre supe que el viaje a
Granada era definitivo porque la manera como mis padres abandonaron
el país tenía unos visos muy concluyentes. Se vendió la casa, se
vendieron las cosas. Mis padres se bancaron la dictadura y corrieron
cierto peligro. Y si se la bancaron fue porque tenían esperanzas en
que la democracia trajera ciertos alivios y cierta justicia. Cuando
ganó Menem y el resultado de la democracia era ese... fue como en
Esperando a Godot, cuando Godot al final llega y es un hijo de
puta... Por eso siempre supe que tenían la convicción y la
intención de no volver.
-
Y vos ¿cómo manejabas tus deseos de volver? ¿Cómo fue tu primer
viaje a Argentina?
_No dependía de mí porque
seguía siendo chico... en ese momento tenía quince años. Pero
trabajé de yesero mi primer verano en España para poder pagar el
pasaje en el segundo verano. Y pasé muy bien esa estancia en Buenos
Aires, aunque me di cuenta de que ya empezaba a no ser exactamente el
mismo, de que no había lugar al que regresar; es decir, se puede
regresar pero no volver.
Fue una estadía muy intensa, muy
removedora, muy emocionante; pero, a la vez, una confirmación de que
no se puede ir atrás en el tiempo. A veces nos movemos en el espacio
queriendo movernos en el tiempo. Podía regresar al barrio de mi
infancia, ver a la gente de antes, pero esa gente y esos lugares
habían cambiado, y está bien porque los lugares y las personas
cambian. Para eso sirve el tiempo. Entonces, esos caminos se habían
bifurcado: yo era otra persona y los demás también.
Entonces volví a Granada con una
mezcla de tristeza y de convicción de que mi vida ya se había
bifurcado. Después de eso pasé seis años sin volver a Argentina,
porque me pareció que necesitaba una inmersión más intensa en mi
nuevo lugar para tratar de adaptarme mejor, y que volvería a viajar
a Buenos Aires cuando tuviera un mayor arraigo en Granada. Y eso
hice, y fue bastante extraordinario porque, casualidad o no, en esos
seis años empecé a escribir sobre Argentina. En esos seis años de
distancia escribí la novela que después se llamó Bariloche,
y justo después de escribirla volví a Buenos Aires, ya como un
semiextranjero. Y desde entonces mis regresos a Buenos Aires han
tenido una parte de reconocimiento, de emoción y de reencontrar algo
mío, y por otra parte de convicción permanente de que no puedo
volver del todo ahí y que una parte de mí se quedó en Granada. Es
una peripecia como la de dividir el átomo.
_Mientras hablabas de todo esto me
empecé a acordar de Roberto Bolaño, de su relación con Chile,
México y España, sus migraciones, la creación de una novelística
pos latinoamericana.
_Bolaño es un chileno que escribió
la gran novela mexicana viviendo en Cataluña. Y en su castellano se
nota. Es un castellano frankenstein, que a mí me fascina. Y
el mío en cierta manera se parece porque también me fui
deslocalizando, desterritorializando. Sin duda que Bolaño es un
punto de inflexión en la literatura latinoamericana, pero más que
marcar un antes y un después, aunque parezca una paradoja, marca un
antes. Porque el después de Bolaño ya es muy distinto de Bolaño.
Quiero decir que Bolaño fue el último clásico latinoamericano. No
va a haber más. No me refiero a la calidad solamente, me refiero al
concepto de literatura latinoamericana. Bolaño todavía escribía
considerándose esencialmente latinoamericano.
_¿Y vos cómo te parás al
respecto?
_Como se para la mayor parte de
nuestra generación. Sabemos que somos latinoamericanos, que hemos
sido educados en Latinoamérica, pero no consideramos que eso
predetermine nuestra misión literaria. O no más que ser, en mi
caso, un hombre más o menos bajito y con el pelo largo. Es un punto
de partida pero no de llegada. En ese sentido es que siento a Bolaño
como el último antes. Creo que fue, por un lado, el broche de oro
del boom y, por otro lado, fue un punto y aparte. Nadie podría
haberlo hecho mejor. Punto, se acabó, ahora hay que hacer otra cosa.
Porque partimos de otros supuestos. La experiencia de mi generación
es bastante más desorientada, bastante más escéptica y bastante
más relativista. Eso no es ni mejor ni peor. Es distinto. ¿Quién
fue Bolaño? El más gran escritor latinoamericano de los últimos
treinta años, eso es obvio. Yo admiro a Bolaño y me gusta mucho;
sin embargo, no siento que mi literatura sea demasiado bolañesca,
excepto en una cosa que me gustaría ser capaz de emular, que es la
idea visceral que él tenía de la metaliteratura. Bolaño era capaz
de pasarse veinte páginas discutiendo sobre poesía francesa pero lo
hacía con deseo sexual, con violencia física, o sea, había un
temblor vitalista en cada palabra que se pronunciaba sobre
literatura.
_Nombrame tres o cuatro
escritores que recomiendes como lectura obligada...
_¿De Argentina o España?
_Empecemos por Argentina.
_Piglia, Fogwill y Aira son tres
escritores que me interesan. Como escritor probablemente el que más
me interesa es Fogwill, y como ensayista sin ninguna duda el mejor es
Piglia.
_Pero Aira tiene el disfrute.
_Aira tiene el desenfado que también
tiene Fogwill, y también tiene una cantidad de libros de relleno que
no tienen Piglia ni Fogwill. Pero digamos que los tres son la
santísima trinidad.
_¿Y de España?
_Hay dos escritores que recomiendo
muchísimo: Eloy Tizón y Justo Navarro. Tizón tiene dos libros de
cuentos magníficos que son Parpadeos y Velocidad de los
jardines, título que mataría porque se me hubiese ocurrido.
Navarro tiene dos o tres novelas magistrales. Una es Hermana
muerte, otra es La casa del padre, y la tercera, que a mí
me gusta mucho, y este es otro título por el que no solamente
mataría sino que remataría... El alma del controlador aéreo.
(Publicada originalmente en la revista Freeway, 01/2010)
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