2 :: "The Rise and Fall of Ziggy Stardust (DAVID BOWIE)


Sigo con lo de correr. Porque el recuerdo de "Ji Ji Ji" de los Redondos me lleva a otra canción que también es de correr, aunque no en círculos, sino hacia adelante y sin sensación aparente de detenerse. El conocimiento que tuve de esa posibilidad física fue a partir de una escena de Mala Sangre, película francesa de los ochenta íntimamente ligada a las mejores que hicieron Godard y Truffaut veinte años antes, en los vaporosos tiempos de la nouvelle vague. El que corre es Denis Lavant; corre porque está enamorado de Juliette Binoche, y luego viajarán juntos en motocicleta, en una película que se quedó para siempre en mi lista de favoritas. La canción es "Modern Love", de David Bowie. La escena es infernal. Dan ganas de salir a correr. Luego pude comprobar que otras canciones de Bowie producen estados físicos y químicos variados.
La música de Bowie lo conocí por Ramiro. Los dos teníamos 16. Él, de alguna manera, era Bowie. No es broma. Se parecía físicamente al Bowie ochentero y también al actor francés que corría por su amor moderno. Flaquísimo, rubio y con esa mirada rara, peligrosa. En su casa tenía una buena cantidad de discos. EAT TO THE BEAT de Blondie y LET'S DANCE de Bowie eran los que más escuchábamos. También uno de Def Leppard. Ramiro salió un tiempo con una chica que militaba en la juventud socialista. Una noche, en una fiesta demente en la que escuchamos mil veces "Modern Love", ella se cortó el brazo con un vidrio roto. No fue una noche fácil. La sangre. El brazo abierto. Limpiar. Curar. Los gritos de Lucía, borracha y enojada por haber fallado. Me fui corriendo y perturbado. Bowie era peligroso. La canción que más le gustaba a Ramiro era "Ashes to Ashes". Yo no me decidía por ninguna, y "Modern Love" llevó desde esa noche el sabor perturbador de la mala sangre.
Tuvo que pasar mucho tiempo, hasta que me puse a escribir una novela que solo se dejaba escribir si sonaba David Bowie de fondo, en adictiva devoción por su obra de los 70, para encontrar mi canción favorita. Esos primeros discos de Bowie, en especial ZIGGY STARDUST, fueron también banda sonora de varios mediodías de verano, pedaleando la bici roja por caminos rurales al norte de La Floresta y Araminda, de paso por Piedras de Afilar o por el lugar exacto donde aparecieron los cadáveres de los cinco tupamaros que los militares ejecutaron en Capilla Cella, a pocos metros de la Ruta 9. Otra forma de correr, de romper el viento. ZIGGY STARDUST no es estrictamente el mejor disco de Bowie, ese detalle no importa en este relato, pero es un disco sobresaliente y tiene la lisergia glam de "Starman". El hombre estrella. "Starman" es una canción de extrema felicidad, sobre todo por lo que provoca cuando sacude el estribillo. Imposible que los músculos de la cara se queden quietos. La sonrisa estalla. Es una felicidad freak, implacable. "Starman" ayuda a olvidar todo. Hace ese click. Siempre. Se salta a otro estado en apenas un instante, en la extraña combinación entre la química glam de la banda y la voz de Bowie.
No volví a ver a Ramiro en los últimos veinte años. No pude todavía preguntarle por "Starman", de si a él le pasa algo similar con esa canción. Pero hace un tiempo, en una tarde de sábado que me tocó entrevistar al escritor escocés Irvine Welsh, me acordé de "Starman" y la puse en la conversación, sabiendo de antemano que el autor de Trainspotting, Skagboys, Porno y La vida sexual de las gemelas siamesas, todas novelas de im-pres-cin-di-ble lectura, tiene a Bowie entre sus artistas de referencia. Welsh se mantuvo unos segundos en silencio, y de pronto, como si el estribillo lo hubiera golpeado, su rostro desplegó una mueca imprevista de felicidad. Y se largó a contar que la primera vez que escuchó "Starman" fue en una presentación de Bowie y su banda en el programa de televisión Top of The Pops. Una noche de julio de 1972. Él era un niño, y estaba con sus padres mirando esa cosa extraña que apareció en la tele: Ziggy cantando "Starman", con esa sonrisa peligrosa marcada en la cara. Sus padres mostraron indignación; dijeron que esa cosa era algo así como la encarnación de la depravación moral. El niño Irvine entendió que aquella figura andrógina y hermosa le estaba diciendo algo especial, que era un arma para desafiar el mundo de los adultos. Para irritar y también para provocar. "Starman" se convirtió en una de sus canciones favoritas. No le dije que también era la mía. No era necesario.

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