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Foto: Gonzalo Nogueira. |
Una
cosa es lo que estalla en la escena y otra el discurso que se genera,
al salir del teatro, cuando el golpe escénico se vuelve una imagen
rota y ligeramente fuera de foco. Una imagen que se recuerda como
algo vivido, que nos perturba un poco, por la sencilla y contundente
razón de que pegó muy cerca. Así funciona Cheta,
de golpe en golpe, desacomodando al espectador, exhibiendo un relato
precario, hecho de escenas precarias, en el difícil borde del
testimonio y la actuación. Es teatro de equilibristas sin red. Pero
siempre intoxica, y por acumulación contagia, porque -como se dijo-
pega demasiado cerca.
Lo
anterior es mero discurso y corre el riesgo de amortiguar el
verdadero golpe; nada se dijo -por ejemplo- de las escenas, de lo
físico de la acción teatral. El asunto es que no es necesario describirlas. En todo
caso, mejor verlas ahí, en Tractatus, experimentar las idas y
vueltas de la cheta, una chica de barrio periférico, un tanto
desclasada porque va a colegio privado y más o menos tiene familia,
y está todo el tiempo ahí, en el barrio, con su novio, con los que
andan en la vuelta, entre viajes en ómnibus, siestas, fiestas y
resacas. Adolescencia a tope, en un tiempo y contexto crítico: el
2002, en Montevideo, más allá del Cerrito, por el Marconi, por ahí,
entre mudanzas y gente que se va del país con lo puesto y otros que sueñan
con pegarle bien a la pelota o pegar algo que los lleve a otro sitio.
La
banda sonora de Cheta es
-además de las actuaciones, del entramado de situaciones creadas por
Florencia Caballero Bianchi y su equipo- otra gran protagonista. Hay
un momento que empieza a sonar “Gris”, canción emblemática del
grupo de rock Loop Lascano. El volumen al mango, como antes sonó
“Creep” de los Radiohead, de algún modo canciones que se
espejan. Pero “Gris”, en Uruguay, lo resume todo. Es tan fuerte
que el golpe sonoro genera una intensa carga de angustia. Atrás
quedan otras imágenes, rotas y fuera de foco, por cierto inolvidables, como el muy bien
logrado viaje en ómnibus de la cheta desde el colegio hasta el
barrio, como otras tantas escenas que logran equilibrar la catarsis del
testimonio con el distanciamiento del discurso.
Cheta,
la obra de teatro que Florencia Caballero Bianchi montó en el
escenario de Tractatus, provoca. Se ama y se odia. Es imposible salir
ileso o permanecer neutral del momento performático. Pero, y tal vez
lo más importante, reside en la importancia de proponer un relato
auténtico y honesto sobre lo que pasó en el 2002. En la cara. Pasaron 15 años y
empiezan a aparecer relatos; en la narrativa cuentan los abordajes de
Mariana Figueroa, Camila Guillot y Agustín Acevedo Kanopa. Se suma
Caballero Bianchi en la dramaturgia, y por cierto muy por encima de
la estereotipada y paternalista Rescatate. Relatos
como el de Cheta son, más que
necesarios, imprescindibles.
***
¿Cuánta
es la importancia de construir, desde el teatro, memoria del 2002, de
los tiempos de la crisis financiera en Uruguay?
Florencia
Caballero Bienchi: Cheta fue siempre concebida como un
ejercicio de la memoria. Siempre he sentido que nuestra sociedad
tiene una memoria de corta duración y que no nos incentivamos a
pensarla como uno de los elementos de constituyen nuestro presente y
nuestro futuro. La estructura social a la que pertenecemos,
occidental, capitalista, patriarcal, es una maquinaria sofisticada de
absorción del relato. Los relatos, por ende la memoria, han sido
históricamente controlados; luego, nos globalizamos, tenemos redes
sociales virtuales y generamos contenido audiovisual constantemente.
En lo que va de este siglo el relato se empezó a autofagocitar y
ese también es un mecanismo de control. En un país que continúa
sin juzgar la violación de los derechos humanos durante la
dictadura, en una región en la que se vuelven a aplicar recetas
neoliberales de desregulación laboral y se plantea disminuir las
prestaciones sociales, me parece que es muy importante este tipo de
ejercicios y cuestionamientos.
¿Cómo
fue el trabajo del equipo actoral y técnico?
F.C.B.:
Hubo siempre un interés de todo el equipo en cuestionar el discurso
de la clase media, a la que pertenecemos. En cuestionar las distintas
visiones que la clase media tiene de la distribución de la riqueza,
la visión que se tiene de la pobreza y lo pobre, una visión a veces
adoctrinadora y paternalista que no pone por delante a los derechos y
a la equidad de oportunidades sino ideas de lo que está bien y o que
no, que jamás es tan sencillo ya que las realidades son
inconmensurablemente diferentes. Entonces ahí aparece la clase media
diciendo que porqué tenés un celular y no tenés revoque o paredes
en tu casa, y la realidad es que en el mundo en el que vivimos, si no
tenés un celular estás aislado, no formás parte. El problema
entonces ya no es que una persona pobre tenga celular y no tenga
revoque, el problema es que internamente la clase media a la que
pertenecemos no puede soportar que una persona pobre quiera
pertenecer al mismo mundo por derecho propio y tomando sus propias
decisiones.
¿Qué
otros ejemplos conocés, en literatura o teatro, que te hayan
entusiasmado como relecturas de esa época?
F.C.B.:
Desde el teatro me resultó más difícil encontrar referencias sobre
la época, pero no sobre el tema del que quería hablar. Para hablar
de la memoria en el teatro es indispensable hablar de Vivi Tellas y
Lola Arias, ambas argentinas. Esta obra tiene además tributos, o
robos descarados, como se prefiera llamar, a grandes artistas y obras
que me marcaron en el tiempo. A Mi vida después de Lola
Arias, a Muelle Oeste de Bernard-Marie Koltés, a Tebas
Land de Sergio Blanco, al documental Aparte de Mario
Handler, a Las Julietas de Marianella Morena, a Fucking and
shopping de Mark Ravenhill. Por otro lado, la investigación
sobre la prensa de la época y sobre los análisis posteriores que se
hicieron de la crisis fueron muy importantes. No trabajé con los
libros que fueron publicados sobre la época sino con la prensa del
momento y con material periodístico de análisis histórico. Varios
análisis económicos, en particular el del economista Daniel
Olesker. Y por otra línea de investigación, salimos a preguntar a
personas de nuestros distintos círculos qué era lo que recordaban
de aquella época. Ese material fue registrado y luego pasó a formar
parte de la obra.
¿Cuánto
te permite la autoficción, como herramienta, entrar y salir de tu
experiencia personal en la construcción de Cheta
como texto y luego como espectáculo?
F.C.B.:
La autoficción me parece una herramienta maravillosa de generación
de relatos. Algo así como un mecanismo paragüas que te permite
jugar con los límites de la realidad. Esta obra es un producto de
ficción; la red de historias que allí aparecen algunas me pasaron a
mí y otras les pasaron a mis amigas y amigos. Otras son producto de
la imaginación. Esta obra es una condensación de relatos, que
funcionan juntos para contar algo más. Una de las cosas más
interesantes de la autoficción es el vínculo que hace en la
historia íntima y La Historia. Ese movimiento de lo privado a lo
público a lo político es una arma muy poderosa de creación, de
discurso y relato. La posibilidad de ser sujeto de la Historia con
mayúscula, de no ceder el control del relato sino de distribuirlo.
¿Cómo
viviste el proceso de creación, tanto en la escritura como en la
dirección?
F.C.B.:
No puedo separar el proceso de escritura del de dirección ya que
comencé a escribir la obra hace tres años y avancé muy lentamente,
sabiendo por dónde iba a nivel de relato pero aún sin tener claro
que el dispositivo escritural y el escénico iban a oscilar entre
lenguajes hiperrealistas y performáticos o posdramáticos, depende
como se quiera ver. Durante el proceso de ensayos, el trabajo en los
vínculos entre los personajes hizo posible engrosar sus historias y
muchas de las escenas que están en el texto, en la realidad de la
escena se hacen de formas bien diferentes porque los actores en la
escena tomaron decisiones que fueron muy importantes para el
desarrollo del lenguaje escénico. Este espacio de investigación
largo en el tiempo es lo que ha permitido que el equipo entero
pudiera enfrentar los desafíos que la obra propone, que a su vez no
son desafíos externos sino que propuestos desde el trabajo en sí
mismo.
((artículo publicado originalmente en la revista CarasyCaretas, 09/18))
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