Es tan pero tan bueno el planteo y el desarrollo de la nueva novela del francés Pierre Lemaitre, un autor policial de los consagrados en el género y con bastante más pasta literaria que el tan promocionado Joel Dicker –si lo comparamos con otro best seller europeo que tampoco proviene de los países nórdicos–, que el contraste que sucede hacia el final de la historia deja un sabor amargo, bastante perplejidad y la necesidad de esbozar un par de ideas sobre cómo ciertos mecanismos industriales pueden perjudicar tanto una buena novela.
Recursos inhumanos empieza como una de las buenas historias de los hermanos Coen y termina con persecuciones y simplificaciones al estilo de una mala película de clase B, de las de matiné. Así de sencillo. Pero que esta advertencia no inhiba de su lectura, porque hasta las últimas 20 páginas mantiene el aliento de una novela de impecable factura noir, aderezada con un corte social de los que poco se ven en la literatura contemporánea.
Lemaitre ensaya, desde su personaje Alain Delambre, un retrato del lado oscuro del mundo del trabajo en Francia y de las consecuencias que produce el desempleo endémico en un individuo en particular y en su entorno más próximo. El diseño que hace del protagonista y de sus relaciones familiares está realizado con excelencia, manejando con sutileza los diferentes puntos de vista y colocándose bien lejos de todo atisbo de piedad o de posible ética proletaria (en definitiva, se trata de un alienado y su deseo es el de volver al sistema, clausurando opciones alternativas de rehacer su vida en otros términos).
La situación sin salida de Delambre, del que sólo diremos que es un ex director de recursos humanos que perdió pie en el mundo laboral, lo lleva a construir escenarios en los que el uso de la mentira y sucesivas imposturas marcan una deriva que termina desequilibrándolo en el plano emocional. El cuadro depresivo en el que sobrevive se complementa y se alimenta de momentos de ira y períodos eufóricos que profundizan la necesidad imperiosa y utópica de dejar de ser un perdedor. Pronto se ve envuelto en un juego de rol, en una perversa maniobra de una poderosa empresa multinacional. Es el chivo expiatorio; lo sabe pero nuevamente se trampea a sí mismo para dar una pelea en la que la venganza pasa a ser su único y disparatado móvil. Logra salirse con la suya y concretar un plan más o menos disparatado. Hasta que Lemaitre apura un final hollywoodense, con las peores fórmulas del género policial y, como dijimos al comienzo de la nota, estropea lo que era una potente y adictiva novela sobre el mundo del trabajo, o, más exactamente, del postrabajo.
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