Amélie Nothomb, escritora belga
de muy buena prosa y un delicado estilete para manipular pequeños
detalles emocionales, debe haber pensado muchas veces el título de
su libro más reciente. Ella sabe muy bien que la nostalgia vende.
Tiene muy claro también que la nostalgia está intelectualmente despreciada, que
no es más que un valor tóxico del pasado. Sin embargo, no le tembló
el pulso. Provocadora, o más bien hábil para provocar pequeños
debates, juntó dos conceptos que hacen ruido: "nostalgia"
y "feliz".
El
pequeño libro de Nothomb hace ruido desde la primera página. Tiene,
como todos sus libros, un comienzo implacable ("Todo lo que
amamos se convierte en ficción. De las mías, la primera fue
Japón"). Bastan esas dos oraciones para que quienes hayan leído
dos o tres libros de la belga nacida en Kobe en 1967 (es hija de
diplomático) no puedan abandonar la lectura. Esta vez, aprovechando
un viaje para filmar un documental sobre su infancia para el canal
France 5, iremos conociendo el reencuentro con su niñera, con su
primer novio (Inri, "personaje" de su novela Ni
de Eva ni de Adán) y con
territorios como la escuela, el sitio donde estaba su casa y un
parque que ya no es tal. El plan y el recurso es el de la
autoficción. Ella como protagonista, desnudando decisiones
desacertadas, cosas no resueltas, deseos encontrados y un buen número
de incomodidades.
Nothomb arriesga un poco más que
reconocer (o desconocer) lugares, objetos, situaciones y personas que
fueron muy íntimas. Se deja llevar por un viaje que no esconde el
morbo de volver -después de dieciséis años sin noticias- en el
papel de una escritora europea de éxito y, en todo caso, con la
ayuda -emocional- de una productora y un camarógrafo. No lo cuenta
todo (y en eso hace muy bien), dejando entrever que bajo la
superficie de ese tipo de viaje hay sensaciones que difícilmente
puedan compartirse desde el campo de la autoficción. Y que, en todo
caso, dejan de ser necesarias. No hay nada feliz en el ejercicio de
la nostalgia: hay, en todo caso, la demostración de la
imposibilidad.
¿Es
necesario llamar a una persona a la que no se llamó en los últimos
dieciséis años? ¿Es saludable fotografiarse en un banco de plaza
donde se dieron los primeros besos de amor? ¿Es divertido volver al
territorio de la infancia? En todos los casos, como demuestra la
experiencia de Nothomb en La nostalgia feliz,
las nociones de necesidad, feliz y sanidad no parecen comulgar con
este tipo de viajes cuando se apela a la nostalgia como ejercicio.
Hay otras formas, menos superficiales y tóxicas de vincularse con el
pasado, y eso Nothomb es la primera en saberlo, como autora de obras
tan intensamente autobiográficas, con mayor o menor ficción:
Estupor y temblores,
El sabotaje amoroso,
Biografía del hambre.
Es
por eso que, cuando se acaba de leer la última página de La
nostalgia feliz, se sigue
escuchando el mismo ruido y se descubre que la escritora sorteó un
libro que se le asomó sencillo (como diario de viaje) y terminó
siendo altamente conflictivo (ella, Amélie, no termina precisamente
feliz).
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