murga transoceánica


Hace algún tiempo, con alta expectativa publicitaria, se estrenó en televisión un documental sobre Artigas. La figura de Facundo Ponce de León, en su regreso a la pantalla, certificaba alguna credibilidad. Todo se diluyó apenas empezó uno de los despropósitos más grandes que se hayan visto en plan documental-serio-televisivo: una falta total de criterio de dirección, con un montaje a hachazo limpio de lo que fueron alguna vez jugosas entrevistas. Eso sí, mucha producción, mucha variedad de locaciones, mucho ruido. Y nada: hubieran dejado a Carlos Maggi hablando media hora y se habría entendido algo bastante más relevante y heterodoxo sobre la figura de Artigas.
Algo similar es lo que sucede con La murga, ópera popular. No se entiende nada, o más bien poco, en una edición jugada al vértigo, a no dejar que nadie se aburra con ideas que cierren o con explicaciones que se encadenen en alguna dirección precisa. La trampa clipera vuelve a hacer naufragar una buena idea que parece tener -aunque no logran verse como merecen, recortadas por las tijeras de la isla de edición- horas y horas de interesantes registros, tanto en lo relativo a testimonios como en registros de actuaciones en directo de agrupaciones murgueras de Montevideo, Cádiz o Tenerife.
La idea parece haber sido registrar las raíces comunes de las contemporáneas murgas gaditana y montevideana, enfoncándose en los caminos paralelos y comunes en tanto teatro popular coral y sus derivaciones estéticas y sociales. Se sucede entonces un salpicón de frases de no más de treinta segundos cada una, muchas veces no se sabe en cuál de las tres ciudades estamos (para un montevideano, cuesta saber si es Cádiz o Tenerife), todas cortadas a machete, dichas por decenas de protagonistas de España y Uruguay. Es una danza de figuras muy grande, como si se quisiera meterlo todo, absolutamente todo. Pero falta lo más importante: un guión, un relato.
El realizados español David Baute eligió no utilizar voces en off, no tematizar ni agregar información en gráfica. Es una buena decisión para apartarse de formatos tradicionales y alejos, pero termina apretado entre cortes de entrevistas que dicen continuamente lo mismo y no parece haber ninguna apuesta narrativa que aclare algo y al minuto diez pasa lo mismo que en el sesenta. Está todo, pero no queda nada. Y lo que se ve es, en casi toda la duración del documental, más de lo mismo, apenas la sinopsis del asunto: la murga montevideana viene de Cádiz y pasó por Tenerife, lo que invita a pensar que a pesar de estar poco comunicadas entre sí, mantienen una misma esencia. ¿Y? ¿Era necesario hacer un clip tan fastuoso, con tantos viajes y producción, presentado por un actor que casi no habla, que tiene barba, luego se la afeita, vuelve a tenerla otra vez y se la saca, de manera recurrente? Bastaba con un relato apasionado de Milita Alfaro y darle más volumen a las horas de auténtica murga que registraron las cámaras y que en el corte apenas quedan como secundarias ilustraciones.

((artículo publicado originalmente en la revista CarasyCaretas, 06/2015))

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