Por R.G.B.
Fui.
Hice bien. Hay que ir. No se puede discursear, ni ensayar, ni tampoco
parlotear sin haberla visto. Tiene razón la periodista que se quejó en facebook de otro periodista por hablar en su columna radial de cine sin haberla visto. Hay que verla.
Para tener la experiencia. Para no juzgar con preconceptos prestados
ni retórica aproximativa.
La
película 50 sombras de Grey
me ha dejado perplejo, dolorosamente perplejo. No puedo evitar el uso
de la primera persona. Fui espectador. Hasta el último segundo de su
metraje. Y nada, absolutamente nada. Puedo afirmar, sin equivocarme,
que es menos erótica que un partido de hockey sobre hielo. Salí,
eso sí, repleto de preguntas que no deseo responder en esta columna,
tal vez para dejarlos a salvo de agrios pensamientos sobre la
condición humana. Que quede claro: no es una película sobre
sado-masoquismo, no es porno soft para mamás. No es nada de eso. Es
en todo caso una película sobre maltrato, sobre violencia de género,
basada en una historia infantil e ingenua de princesa maltratada en
busca de un ideal romántico cavernario: el hombre poderoso que lo
controla y lo cela absolutamente todo. Y lo peor del caso -hablando
estrictamente de cine- es esa miserable cualidad soft que hace
naufragar toda posibilidad de hacer una buena película, de que haya
actuaciones decentes (apenas se salva la chica que hace de
Anastassia, hija de Melanie Griffith y de Don Johnson), de que se
cuente una historia al menos verosímil (difícil esperar eso de la
versión en cine de un fan-fiction de Crepúsculo).
Nada. Es una película absurda y mala, como pocas.
Bodrios
ochenteros como Seducción de dos lunas o
Nueve semanas y media
dejan mejor paradas a las chicas de la era Madonna, las de los 80, que debieron
lidiar con el temible imaginario neomachista yuppie. Garganta
profunda, con su honestidad
brutal, mostraba en los 70 que el porno suele ser -en definitiva- más
lúdico y hedonista que el erotismo controlador de tipos sicopáticos
como Grey. Hay mil ejemplos. Debería levantarse Lady Chatterley y
darle un par de consejos libertarios a esta chica conflictuada en
Seattle. Lo de Grey es sexo glacial. Es infame. Es desolador. Me
divirtió pensar, en mitad de la película, la posibilidad de que
pudiera convertirse, por arte de magia, en la segunda parte de American Psycho,
no autorizada por Bret Easton Ellis y bajo el lente de una chica mala
como Sofia Coppola, y que empezaran a ocurrir cosas desagradables.
Pero no. No pasó nada. Es sexo norteamericano siglo veintiuno. No
sex. O bien sexo de aviso publicitario.
Fui
al cine -quiero aclararlo- con la sincera intención de encontrar una
defensa retórica al ejército de seguidoras de la novela y de la
película. Y nada. Me fue imposible. Lo único que se me ocurre es
listar tres recomendaciones: volver a ver la película más erótica
de los últimos tiempos (La vida de Adele,
formidable), la más zarpada y demente de los ochenta (La
mujer pública, con
disturbios mentales incluidas) y la obra maestra en el género,
del japonés Ishima (El imperio de los sentidos).
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