Por R.G.B.
La
contemporánea dificultad de hacer comedia en tiempos de corrección
política no es argumento para dejar pasar el humor simplón y los
atentados continuos a la inteligencia de una película que cae en su
propia trampa: debajo del provocativo eslógan marketinero de abordar
el tema de la intolerancia (cómo una familia francesa de provincias
se enfrenta al casamiento de sus hijas con hombres de distintas
religiones y culturas), subyace precisamente el modelo francés
etnocéntrico más conservador e intolerante.
En
cada minuto de la película dirigida por Phillipe de Chauveron, en
cada toque de comedia pretendidamente "de mente abierta",
en la sucesiva construcción de clisés y gags de segunda categoría,
se va armando esa absurda escena moral, de cierre de historia, de una
familia disfuncional pero feliz, atravesada eso sí por una ideología
consumista, patriarcal, severamente machista y mentalidad
abiertamente colonialista.
Dirán
que es una comedia que expone de frente el tema de la intolerancia y
el racismo. Dirán que tiene buenas actuaciones masculinas (sobre
todos los cuatro yernos "incorrectos"). Dirán que es un
buen entretenimiento avalado -no es poco- por doce millones de
espectadores en Francia. Lo que también es cierto es que cumple
-aunque con errores, y de manera forzada en algunos casos- con el
manual de cómo hacer una vulgar película taquillera de matiné, con
vueltas de guión imposibles (por arte de magia el inconmovible padre
de familia hace un chiste menor sobre la mezcla de leche y café en
el capuccino y se vuelve tolerante), discusiones imposibles (una
violencia verbal que no se responde con las reacciones que deberían
tener los personajes) y asuntos de continuidad inverosímiles (a la
mitad del metraje desaparecen literalmente el perro de la familia y
los nietos de las tres primeras parejas).
Es
interesante, de todos modos, observar esta película potenciada por
el muy cercano atentado en París y en un marco contextual de
especulaciones mediáticas sobre el espinoso tema de la multiculturalidad y
varias fobias (entre ellas la llamada islamofobia, por cierto más
que presente en Dios mío).
Es en ese plano que no debe verse a este comedia, pese a su intención
de mero entretenimiento, como un producto inofensivo y acaso naïf.
Nada de eso. El etnocentrismo de guionistas de segunda categoría y
de un director correctamente incorrecto exhiben -con ligereza- la
versión más funcional a las derechas europeas de
este espinoso asunto. No se trata de hacer chistes duros, en algunos
casos de extrema violencia, para expiar el pecado original, que es
precisamente el de no entender al otro y -vaya paradoja- creer en los
valores propios con mayor énfasis que las señas identitarias que
debe defender cada inmigrante, o diferente. Como en esa escena,
repugnante por su contexto y sentido épico en el filme, cuando los
tres primeros yernos cantan "La marsellesa".
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