"La diferencia principal entre las cucarachas y los teóricos
de la conspiración es que hay mecanismos para acabar con las
cucarachas”
Alexandra Petri
La tarea
que me asignaron no era nada simple. Me iba a mantener en vilo
durante varios días y noches. Adrenalina por mil, bastante más que
el último trabajo que resolví, cuando me encomendaron demostrar que
un directivo de Apple suministraba información confidencial sobre
los iPhone a empresas asiáticas. Un trabajo aburrido, típico de
esos nerds que juegan a ser villanos y alcanza con apretarlos en un
ascensor para que vendan a su madre, a su novia, a su empresa, en ese
orden. El único riesgo es que casi todos son incontinentes y se
mojan los pantalones, situación embarazosa si las hay en el ambiente
del espionaje, cuando se sale del ascensor al lado de ese idiota y
hay que fingir que nada pasó, y esa mancha está ahí, diciéndolo
todo en el rubor del asistente de marketing que ha sabido meterse ahí
abajo para pedir un ascenso que finalmente se pospuso.
En esta
nueva operación, según me hizo saber el jefe, debían existir al
menos cinco o seis competidores en busca de la misma respuesta, todos
expertos en espionaje industrial y sin ninguna experiencia en
intrigas políticas, lo que es toda una especialidad en sí misma y
me daba –en los papeles- grandes posibilidades de ganar. Tengo
varios éxitos en la materia. Finalmente llegué primero, pero esa es
otra historia, no se trata simplemente de un asunto de vanidad, ya
que que como se trató de olfatear sobre la muerte prefiero ser
cauteloso y discreto a la hora de narrar lo sucedido.
El único
punto de partida era una copia impresa de la foto, la misma foto que
se publicó en todos los diarios y revistas del planeta y en la que
se puede ver a la primera plana del gobierno de Barack Obama. Todos
mirando un mismo punto de la oficina del Ala Oeste de la White House.
Todos con la mirada puesta en esa pantalla que los demás, o sea los
millones de ciudadanos de todo el mundo que observamos la foto, no
vemos. Se muestra y se oculta; se enuncia y se calla. Para certificar
la existencia de control, de manipulación, unos papeles que están
en la mesa fueron borroneados groseramente con Fotoshop, clara
evidencia que tiene el único fin de desviar la atención en el click
de la foto y no en lo que explícitamente no se ve. Un truco simple y
efectivo para que lo que se oculta no sea materia de discusión.
Todos
ellos, según la versión oficial del Pentágono, están presenciando
el instante en que –se supone, en la construcción más trivial del
imaginario mediático- alguien dice algo así como Buenas noches,
Gerónimo. Le habla
supuestamente al
hombre más buscado del planeta, Osama Bin Laden. Se trataría
de un marine. Y luego, el mismo marine, que lleva una camarita en el
casco, efectúa varios disparos: uno que va a dar a la pierna de una
mujer que aseguran se interpuso brevemente entre el soldado y el
fugitivo –para más información, una de sus esposas, que no murió
en el operativo-, y otro que impactó en el ojo derecho, que explotó
literalmente, un estallido facial que lo volvió inmediatamente un
cadáver impresentable. Eso dicen, un cadáver impresentable que hay
que enterrar en menos de veinticuatro horas, como indica la religión
musulmana. Un cadáver que será lanzado al mar, con “zapatitos de
hormigón”, como en las historias de la mafia de Chicago.
¿Quién
puede creer esa historia?, me preguntó el jefe. Tenés que
averiguar qué es lo que están mirando, antes que lo haga la
competencia. ¡Sabés bien que los diarios británicos siempre
nos ganan, pero esta vez tenemos ser nosotros los primeros!.
Miro
atentamente la foto. Daba la impresión de ser un momento
improvisado, como que todos habrían acudido a la sala por otra cosa
y alguien les dijo que miraran la pantalla donde habitualmente se
realizan videoconferencias. Hay dos o tres asesores que están
notoriamente incómodos, sobre todo una chica que apenas se ve. Fijo
mi vista en ella y me llevo la gran sorpresa. La conozco. Es Audrey,
no puede ser otra, la reconozco de inmediato, coincidimos en un
congreso en Princeton sobre “El fin de la ficción: literatura
conspirativa del nuevo siglo”.
Ella es
posgraduada en Harvard, una mente brillante y por cierto bastante
estropeada, pero ese no es el tema ahora, este momento en que la
descubro ahí, entre los principales asesores de la White House y la
imagen que me asalta es la de la fiesta de despedida del congreso en
el departamento que rentaba Antonio en el pueblo de Princeton. Esa
noche no terminamos muy bien que digamos, como es habitual en este
tipo de encuentros académicos.
El jefe me
mira desconcertado. Hace más de cinco minutos que miro la foto sin
emitir un solo sonido, extraviado en pensamientos que me llevan a una
sórdida disputa sobre las habilidades sexuales de los hombres
latinos. Varias latas de cervezas, ron con coca, snacks, videos de
Larry David, y a la mitad de un viejo capítulo de “Six Feet Under”
terminamos Antonio y yo y la desquiciada de Audrey, los tres
totalmente desnudos, ella pretendiendo que nosotros dos jugáramos
una competencia de lanzamiento de semen, como dos adolescentes, a ver
quién llegaba más lejos. Lo hicimos, cómo negarnos a los caprichos
de esa joven y desafiante mujer sin límites. Nos sometimos también
al Desafío Pepsi, así llamó Audrey a realizar una pasta con
cereales y una cucharadita de lo que habíamos derramado en la
alfombra.
Audrey no
quiso informar el resultado del Desafío, porque dijo que no era
necesario y porque quedó hipnotizada con ese capítulo de “Six
Feet Under” en el que los hermanos Fisher son contratados para
enterrar a un musulmán que no quería que su cuerpo fuera depositado
en territorio americano. El dilema se resuelve cuando la familia
propone la alternativa de cumplir con los ritos -lavar el cuerpo,
perfumarlo con esencias naturales y envolverlo en un sudario blanco
sin costuras, todo ello realizado por un musulmán de la misma edad
del muerto-, con la variante de lanzarlo desde un helicóptero a por
lo menos diez kilómetros de la costa de San Francisco. En ese
momento, recuerdo brumosamente, fue que me dormí, y no pude saber
del final del episodio ni tampoco volví a ver a Audrey.
El jefe se
estaba inquietando, no tanto por mi silencio impenetrable como por
una risa que brotaba cada vez con más fuerza de mi cara, risa que se
volvía pegajosa, contagiosa y que no logré controlar durante varios
minutos.
Ya más
calmo, pregunté: ¿El gobierno estadounidense asegura que en el
momento de sacar la foto se escuchó la frase “Buenas noches,
Gerónimo”?
El jefe
asintió.
Hice una
segunda pregunta: ¿El gobierno estadounidense no puede mentir en
ese detalle, aunque estemos seguros que es imposible
–tecnológicamente, y por una razón de seguridad- que fueran
espectadores del momento en que fue capturado Bin Laden?
El jefe
asintió por segunda vez.
Es
simple, con una sola llamada podemos confirmarlo.
Busqué un
único dato en mi agenda electrónica, marqué el número en el
Blackberry, sonó dos veces, atendió la voz de Audrey.
_ Hi,
Audrey, soy Arturo, el chileno, el amigo de Antonio, de Princeton.
_ Hi,
qué sorpresa, sabía que llamarías.
_ Fue
todo muy fuerte.
_ Ni me
lo digas.
_ Me
quedaron dos dudas de la noche que estuvimos los tres juntos, y justo
estoy acá con Antonio, hicimos una apuesta, ¿entiendes?
_
¿Estás con Antonio?
_ Psé.
_
Seguro que es una broma.
_
Bueno, algo hay que inventar, ¿no? Es todo muy fuerte, ¿no? Me
quedaron dos dudas… la primera es saber cómo termina el episodio
de “Six Feet Under” que vimos esa noche. Seguro que vos llegaste
hasta el final.
_ Uy,
sí, ah, estaba buenísimo. Termina cuando David Fisher decide
contratar un hidroavión, para que la ceremonia sea menos violenta.
El piloto se manda el chiste de que también es musulmán y tiene la
misma edad que Bin Laden. Así que lanzan el cuerpo orientado hacia
La Meca, y David dice “Buenas noches, Gerónimo”, mientras el
bulto se va hundiendo en las aguas del Pacífico.
_
¡Parece que lo hubieras visto hace dos días! Vaya memoria.
_ Sí,
lo volví a ver hace muy poco, en realidad sí, pero…
_ Pero,
¿qué?
_ Hay
cosas que no se pueden contar.
_ ¿No
es fácil contar que lo viste en un lugar llamado la Casa Blanca?
_ ¿De
dónde sacaste eso, Arturo? ¿Qué estás diciendo?
_
Audrey, ¿quién ganó el Desafío?, y te juro que no hago más
preguntas.
_
Arturo, lo lamento, estuve de acuerdo en seguirte el juego, pero no
entiendo de tus bromas y no es justo que me mientas de que estás con
Antonio, porque eso es imposible, es horrible.
_ No
entiendo.
Y colgó,
sin despedirse, ofendida por algo que yo ignoraba. Quedé en blanco.
El jefe me mostró su Blackberry en una página del diario donde se
informaba del suicidio de un académico, mi amigo Antonio, sucedido
hace un mes, en Princeton.
Consulté
la hora.
Habían
pasado trece minutos desde que el jefe me había mostrado la foto. La
tarea ya estaba resuelta, con apenas una llamada telefónica. Sonreí,
pero estaba quebrado, la noticia de Antonio, lo terrible de enterarme
de esta manera y el incidente del malentendido con Audrey.
_ Mil
euros a que lanzo más lejos que vos, dijo el jefe, al tiempo que
abrió la bragueta y comenzó a tocarse. Era la polla más grande que
había visto en años, así que no tuve más remedio que meterla en
mi boca durante un par de minutos para evitar perder la apuesta.
Fue un
triunfo rápido, aunque un tanto amargo, estilo americano: una mamada
y a cobrar. Cuando levanté la mirada, limpiándome la boca con una
servilleta perfumada, miré al jefe a la cara.
Llevaba
una careta con el rostro del fucking presidente Obama y reía a
carcajadas.
Me dijo:
Buen trabajo, chileno puto.
El cheque
tenía cuatro ceros.
((columna publicada originalmente en revista Zona de Obras, número 65))
((columna publicada originalmente en revista Zona de Obras, número 65))
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