las cosas que quiero no se quieren entre sí

Foto tomada por Paola Scagliotti para Cooltivarte

El autor de los relatos que leí en los últimos días tiene una extraña cualidad: se pone a contar algo, te envuelve sin mayor prisa en una prosa sobria, te va llevando con una escritura breve y seca, hasta que en un momento dado, más o menos imprevisto, lo escrito se termina, deja paso a la página en blanco, punto final y a otra cosa, y la sensación del lector es que en ese mismo momento, ahí precisamente, es donde empieza realmente el cuento. Pero no hay nada. O más bien lo que hay es todo para descubrir y contar.
Cada uno de los relatos de este autor puede decirse que sucede entonces en lo que no está escrito, en lo que no se dice. No son finales que completan, sino que incompletan, que ofician de pasaje a otro lado, un lugar donde el lector pierde toda neutralidad. Otra peculiaridad son los escenarios levemente trastornados y en apariencia desconectados de un posible hilo conductor: un edificio posiblemente montevideano en el que algo no anda del todo bien, una mesa de un bar de Pocitos donde alguien observa una escena desagradablemente clasista, una citroneta que circula por la ruta 11 con una certeza trágica, pero también una pareja de yonquis que mira la tele en una pensión de Barcelona o una pareja disfuncional de un pueblo perdido de Minnesota que pareja graba inquietantes videos virales. Hasta que, sin percatarnos, se va armando una geografía de la que empezamos a damos cuenta que tiene que ver con situaciones personales del autor. Todo nos va llevando discretamente a Santa Lucía, el pueblo donde nació Claudio Burguez, y el distanciamiento aparente de los primeros relatos conduce a una elegante autoficción que nunca se define a evidenciarse del todo pero que está ahí, en un filo, perturbando al lector. Porque, en definitiva, todo lo que se leyó antes se va tornando personal, real, verdadero, y cada punto final, de cada relato, abre una reescritura inesperada, y el libro que se termina de leer termina siendo otro totalmente diferente al que se empezó unos cuantos días antes.
Esta circunstancia temporal no identifica necesariamente -en este caso- a un largo volumen de relatos largos y tortuosos. Nada de eso. Todo lo contrario. El libro de Claudio Burguez (su debut en la narrativa, luego de varias publicaciones como poeta) es breve. Cada relato (podría cambiarse "relato" por "pieza de relojería") es brevísimo: se reduce a no más de dos o a lo sumo tres páginas de un libro de formato pequeño (casi de bolsillo). Pero esas dos o tres páginas concentran mucho. Y ya dijimos que en este libro son densos incluso los silencios, los blancos de las páginas y lo que viene después de los puntos finales. Todo se reduce entonces a una cuestión de días, porque pasa con este libro lo que pasa muchas veces con los libros breves y con la poesía. Se lee de a poco, len-ta-men-te. En definitiva, el tiempo está después.
Las cosas que quiero no se quieren entre sí. Así se llama el libro que Claudio Burguez publicó por Pez en el Hielo. Pocas veces un título sintoniza tan bien con su contenido. Todo lo que debe entenderse de esa premisa tiene lugar después del punto y aparte, en este caso fuera de la canción. Porque es necesario contar en este preciso momento que esa frase de explosiva polisemia viene de una canción breve de Exilio Psíquico, del casete Ipse Dixit, publicado en el año 1994 por el sello Mala Fama Records. Transcribo el texto completo de la referida canción.

"Para ir adonde no sabés
Hay que ir por donde no sabés
Las cosas que quiero no se quieren entre sí
San Juan de la Cruz adónde vas".


Es una canción brevísima -como no podía ser de otra manera- que podría formar parte de un disco actual de, por ejemplo, los platenses El Mató Un Policía Motorizado. Podría también ser reversionada, veinticinco años después, por una banda pos-kraut rock del culo del mundo, pero esa es otra historia que no viene a cuento en esta columna, sobre todo porque uno de Los Mostachos está juntando kiwis o algo así en Australia, y esa banda adoradora de Exilio Psíquico y en especial de ese casete, no está actualmente en funciones.
Vuelvo después del desvío musical a la idea de brevedad y a los libros que demoran en ser leídos. Este año confieso que demoré un par de meses -mientras devoraba novelones varios- en degustar el sorprendente libro que se mandó Claudio Burguez. Se lee a sorbos. Ya se dijo: len-ta-men-te. Y cuando ahora le busco un lugar en la biblioteca, tengo claro que en un tiempo lo ubicaré contiguo a un libro más breve aún y que empecé a leer hace más tiempo y aún no llegué a la mitad. Me refiero a un libro (casi) infinito pese a su brevedad. Algunos habrán adivinado: se trata de Autorretrato, del francés Édouard Levé.
No puedo evitar aclarar, al final de esta columna, que todo el tiempo me referí a otra cosa, y esa otra cosa no es precisamente lo que quería contar del libro de Claudio Burguez. Lo que buscaba expresar es una idea que no pude asir por completo y se me volvió resbaladiza; una idea que tiene que ver con cierta cualidad 'forense' en su escritura. Tiene que ver indirectamente con el cuento "Los forenses", tan enigmático, de sordo terror, y excepcional no solo por ser el único largo del libro, sino por dar  evidencia de que lo que escribe Burguez sea posiblemente una reconstrucción forense de escenas que él conoce y que decide expresamente no contar. Llega hasta ahí, reconstruye la incertidumbre anterior. Y esas perturbadoras escenas que el autor-forense no cuenta -y de las que no daremos pistas innecesarias más que un constante carácter trágico- son lo que el lector encuentra y visualiza después de cada punto final.

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