No
es estrictamente un documental. No cumple los requisitos de una
ficción. Tampoco es posible reducirla a hibridaciones propias de un
docu-ficción. Se acerca, si buscamos una definición, a un ensayo, a
un work in progress donde el
cineasta
y escritor Alvaro
Buela expone la certeza de una película imposible, caprichosa, que a
medida que transcurren los minutos va construyendo su propia
identidad, acaso borrosa pero entrañablemente
potente.
El proyecto Beti
y el hombre árbol adquiere y
concreta una reveladora dimensión
de película travesti, espejo
de su personaje principal, un actor transformer ("soy una
performer trans", dice Alberto Restuccia-Beti
Faría en una de sus
inolvidables derivaciones). Es también una película a la deriva, en
la que Buela se larga "sin
paracaídas",
como los personajes juveniles
de su anterior película
ensayo, que vivían el
presente situacionista
de
una larga caminata-diálogo por calles montevideanas.
(No
es casual que uno de los últimos planos de la nueva película
muestre una esquina del Barrio Sur, a la noche, con Restuccia y
Polleri alejándose).
¿Qué
hace el escritor Felipe
Polleri en una película
(casi) dedicada
a Restuccia? Esa pregunta,
por cierto clave, tiene una
respuesta compleja, que se reduce a la necesidad de
Buela de dislocar la
exuberancia discursiva y
manipuladora del actor,
activando un personaje que genere otras capas de creación "in
progress", una especie
de alter ego lúcido y también (por
suerte) impredecible.
Es por eso que para hacer el
recorrido de El proyecto Beti y el hombre árbol,
además de plantearse un
mapa sin caminos definidos ni
posibles destinos, el director encuentra
un buen punto
de des/equilibrio,
para provocar el ensayo, en
ese otro
personaje retratado (y
admirado), habitante también
del sur del sur, casi la ventosa Rambla.
El
punto común entre Restuccia
y Polleri es extraño y acaso
incómodo, más allá de que actor y escritor habiten
la misma zona de la ciudad y defiendan estéticas
poco convencionales: se habla
del "hombre árbol" en una novela de Polleri, que es
también un poema de Artaud, que es uno de los nodos conceptuales de
la transformación Alberto-Albertina-Beti.
Después
vendrán entrevistas
extrañas, distanciamientos
de teatro leído, discursos
ingeniosos y repetitivos y
unas selfies muy
frikis aportadas por la propia Beti, todo
alternado con situaciones de
mero transcurso de tiempo -como si Buela esperara a que va a pasar
algo simplemente porque se avanza, y vaya que tiene razón-.
Hasta llegar a un inesperado
desenlace: una larga escena
de los dos "exhibicionistas",
comentando la película que
acaban/acabamos de ver, que como buen ensayo cinematográfico,
despierta en ellos ciertas fobias comunes a artistas provenientes de
las letras y las artes escénicas. La reacción es entrañable, se
multiplican los espejos de un lado y otro de la pantalla y se llega a
ese "fin del cine" godardiano, rúbrica final de un
director que no titubea en escribir películas fuera de tiempo y
contexto, cien por ciento artísticas.
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