Si
suele no fallar el refrán popular “la pelota busca al jugador”,
en el caso de la última novela de Fernando Butazzoni puede afirmarse
-sin temor a equivocaciones- que “la historia busca al escritor”.
Pero la jugada no le fue nada fácil de resolver.
La
“historia” de Las cenizas del Cóndor lejos
estuvo de presentársele a Butazzoni ya preparada y vestida para el
festín literario. El autor lo cuenta en las primeras líneas de la
novela, porque en definitiva la propia novela comienza cuando recibe una
llamada de un joven que sospecha ser hijo de desaparecidos. Allí
comienza la investigación, la madeja que viven ambos protagonistas y
tantos otros que se fueron sumando a la trama en busca de una verdad
que irá mezclada con el lejano accionar del Plan Cóndor y los
servicios secretos de la Guerra Fría.
No
es la primera vez que Butazzoni echa mano a sus oficios de escritor y
periodista para resolver una historia.
Toda
su obra novelística, desde La
noche abierta
(1981), que trataba sobre unos estudiantes perseguidos en los albores
de la dictadura, está tamizada por el desafío de moverse al borde
del testimonio, moviendo los fantasmas de las dictaduras del Cono
Sur. Una de sus obras más celebradas sigue siendo la devastadora El
tigre y la nieve
(1986), en la que se relata una historia trágica que lleva al lector
desde los campos de exterminio en la Argentina de Videla a la dureza
del exilio latinoamericano en Europa. “Me interesó
siempre investigar esas historias, porque hay verdades que suelen
ocultarse detrás de la realidad”,
afirma Butazzoni. “La palabra es la única manera de
investigar, es la única herramienta de investigación de la que se
dispone. Y siempre lo verdadero termina por superar lo real; de modo
que hay un plano de realidad y otro plano de verdad. Me resulta
fascinante ver cómo las fronteras se disuelven”.
***
En
Las cenizas del Cóndor tomás un riesgo muy grande, un
desafío mayor, al involucrarte como personaje. ¿Por qué tomaste
esta decisión y cómo la fuiste manejando durante la escritura?
Fue
una decisión dolorosa, y con consecuencias graves. Pero quise contar
una historia desde la verdad, desde mi propio camino de
investigación. Yo me topé con esa historia. No fue un “narrador”,
fui yo: Fernando Butazzoni. Lucy estuvo ahí todo el tiempo, y mi
amigo Barrett Díaz, y Aurora Sánchez, y su hijo. Sobre todo su
hijo. La manejé como pude. Fueron años de incertidumbre. No sabía
para dónde iba, ni qué ocurriría. Bueno, lo que ocurrió es esa
novela…
Has
señalado que al principio dudaste de "la historia".
¿Cuándo fue el momento en que dejaste de dudar y se transformó en
un viaje de ida, en una aventura literaria?
Dudé
porque soy algo paranoico. Pero que sea paranoico no significa que no
me estén siguiendo ahora mismo, ¿no? Dejé de dudar cuando conocí
a Aurora: esa mujer está tan llena de dignidad y de humanidad que me
resultó imposible esquivar su peripecia. Y luego, para qué negarlo,
la historia era atractiva y de alguna forma resumía un período
crucial del siglo XX. Cuando me puse a investigar descubrí que los
personajes no sólo eran reales sino que eran verdaderos. Y que
algunos resultaban tan extraordinarios que parecían de ficción. El
príncipe Borghese, por ejemplo. O Campos Hermida. Luego, cuando me
encontré con la rusa, ahí todo se aclaró definitivamente. No
quedaba lugar ni siquiera para la duda. Acaso ese fue el desafío
mayor: escribir episodios verdaderos que son casi increíbles... El
entrevero de Perón con la Triple A, por ejemplo. O el asesinato del
general Prats, con esa escritora chilena que era una agente de la
DINA…
A veces tenía la sensación de que era necesario poner a pie de
página una nota que dijera: “atención: aunque usted crea que esto
es una ficción, lo que aquí se cuenta ocurrió de esta exacta
manera”.
¿Cuánto
te influyó la obra de García Márquez, en esa relación tan
estrecha que él siempre mantuvo entre literatura y periodismo?
García
Márquez fue un extraordinario periodista y un gran novelista y
cuentista. Él tenía un notable sentido del olfato periodístico, y
eso lo aplicó a la literatura. Creo que con Cien años de soledad
nos puso a todos los latinoamericanos a soñar con Macondos y
mariposas amarillas. Así como Cortázar había demostrado que los
lectores estaban listos para jugar a la Rayuela, y Vargas
Llosa el año antes con La casa verde nos había enseñado una
forma nueva de ver la hondura latinoamericana, así Gabo nos enseñó
a gozar de nuestras propias desmesuras. El relato del náufrago es
un reportaje extraordinario, que rescata un arquetipo heroico y lo
coloca en el centro mismo de las miserias latinoamericanas. Su forma
de escribir me enseñó que en la escritura hay música.
((artículo publicado originalmente en revista CarasyCaretas))
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