Los
lectores de Michel Houellebecq tienen claro que sus libros apuestan a
plantear presentes levemente distorsionados y poco agradables. Es una
de sus marcas de fábrica y es también uno de los escenarios donde
se mueve con excelencia y buen manejo de un 'bisturí sociológico cínico'. Es dueño de una mirada punzante sobre la
decadencia irreversible del estado de bienestar y de la
socialdemocracia europea; una mirada que suele ser políticamente
incorrecta, provocadora y amarga. Los protagonistas de sus relatos
son adultos, franceses, hombres hastiados y con una tendencia a la
depresión, circunstancia que combinan con decisiones radicales para
escapar de sus vidas más o menos monótonas.
Hoeullebecq
ha escrito por lo menos dos grandes novelas destinadas a ser clásicos
de nuestro tiempo: Plataforma y
La posibilidad de una isla.
No son fáciles de superar. Las publicaciones posteriores resultan
menos ambiciosas en sus tramas, aunque sin perder brillantez en la
mirada y en la construcción dostoievskiana de sus
personajes. Sumisión,
con una distopía política cercanísima, centrada en la caída
estrepitosa del socialismo francés y el ascenso de la ultraderecha y
de un populismo musulmán, dejó cierta decepción entre sus
lectores, tal vez por apegarse a un posible formulismo-Houellebecq,
signo acaso de autocomplacencia. Se perdona, por supuesto. Ahora es el
turno de Serotonina. Y
es difícil no dejarse llevar por varias críticas, por cierto
paradójicas, que refieren a ella como la peor novela del mejor
Hoeullebecq, o la mejor novela del peor Houellebecq. ¿Qué nos
quiere decir este ingenioso galimatías? Confunde un poco, pero es
una buena manera de definir lo que sucede con la lectura de
Serotonina.
Antes
que nada, vale la pena precisar dos o tres conexiones que no resultan
indiferentes. En primer caso, el protagonista (un agrónomo francés
de 46 años, en crisis depresiva y de pareja), decide desaparecer y
borrar toda conexión con su pasado inmediato. Se autoexilia en
hoteles donde se permite fumar y empieza un periplo que lo lleva a
reencontrarse con uno de sus pocos amigos (que se convertirá en un
desquiciado mártir de los productores de leche en pie de lucha
contra las corporaciones) y una de sus ex (a otra de ellas, que vive
en una zona rural de Normandía, la espía durante semanas en una
serie de episodios desbordados y casi psicopáticos).
Es algo que no sorprende en
Houellebecq, aunque sí sorprende el paralelo evidente con el
personaje Vernon Subutex de la saga de Virginie Despentes, otro
cuarentón depresivo, por causas de fracaso laboral y afectivo, pero
en su caso desplazado político-económico. Vernon termina viviendo
en la calle luego de rendir cuentas, en sucesivas desventuras, a un
mapa afectivo disfuncional que tampoco le ayuda a sobrellevar el
drama en el que está metido. Ambos
personajes, el de Hoeuellebecq y el de Despentes, confirman el
malestar de sociedades contradictorias entre eslóganes progresistas
y bienpensantes, en un estadio atroz de un capitalismo corporativo
que ha roto en mil añicos todo sueño liberal europeo. Viven en la
desesperanza, en la depresión, en la inacción política, en
neurosis que atraviesan a diferentes capas generacionales y se
muestran irreversibles en estos cuarentones al borde de la apatía.
Ahí se puede hacer otra conexión, esta vez con Zizek y el concepto
de "coraje de la desesperanza" que maneja en su último
ensayo de política contemporánea (frase tomada de Ambagen y que se
relaciona con la existencia teórica de "una luz al final del
túnel", que viene a ser lo que permite reinventar y reciclar
rebeldías o activismos aún en procesos francamente irremediables).
En
un ejercicio burdo de desplazar miradas interpretativas a estas dos
obras de ficción, Zizek diría que Despentes construye una deriva
desesperanzada pero profundamente anticapitalista y que exhibe a una
sociedad que se desmorona mostrando signos de caminos alternativos y
que dan pistas sobre cómo desatarse de lo ya transitado. Y diría de
Houellebecq que evidencia la desesperanza enojada, blanca y europea, con
desbordes psicóticos y suicidas, pero no ve posible alternativa
alguna, no hay coraje, no hay futuro posible, porque lo subyace es
una apática nostalgia. Por lo tanto, esa desesperanza que contagia
al lector puede leerse también en su reverso: si lo que Houellebecq
narra es la derrota de una Francia que ya no volverá a ser la misma,
es porque revela su propia incapacidad de entender lo "no
francés" u otras alternativas impuras.
Serotonina
es la mejor novela (o de las mejores) de
Houellebecq porque no puede parar de leerse, porque es minimalista en
su estilo y concentra toda su energía narrativa en mostrar la
depresión, una de las peores epidemias de nuestro tiempo. Porque va
más allá de lo incorrecto y se anima a ser cruel, amoral y
contagiar al lector de toda su desesperanza. Esto lo hace el peor
Houellebecq, el más cínico, el más opaco, apegado a un ideal
francés que coquetea con el de la ultraderecha. Pero es también la peor
novela de Houellebecq porque es la que más duele, la que dan ganas
de no terminar de leer y porque es su título más amargo. Y esto
solo puede ser obra del mejor Houellebecq, un escritor que no tendrá
buena prensa ni cosechará amigos políticamente correctos, pero es de los pocos que logran
hacer fotografías contundentes de esta compleja y deseperanzada
época.
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