Hay una
presencia que perturba, en el cuento ‘Los años intoxicados’,
hacia la primera mitad del libro Las cosas que perdimos en el
fuego, de Mariana Enríquez. Es una chica fantasma que se
baja sola de un ómnibus, en la mitad de la nada, en la mitad de la
noche. La escena obsesiona a la narradora, una muchacha punk y
sus amigas, de las que vamos sabiendo de sus experiencias con
distintas drogas, en años sucesivos, en el duro aprendizaje de la
vida en un barrio porteño, sin mucho futuro por delante.
Todavía
no se tiene muy claro, porque el relato que da nombre al libro es el
último de la colección, cuál es el papel que juega el fuego en
todo esto: si es purificador, si es un arrebato de piromanía
gratuita o mera expresión de violencia física. De lo que sí hay
evidencia es de que los textos de Mariana Enríquez no lo muestran
todo. Sugieren, descorren un velo inquietante en la intimidad de
chicas y mujeres no tan chicas que narran las distintas historias y
que parecen ser la misma, aunque no lo son, y eso poco parece
importar, aunque la chica fantasma salte de cuento en cuento o
reaparezca en frikis como Adela, la niña a la que le falta un brazo
y desaparece en una casa abandonada, o en Marcela, la compañera de
colegio que se arranca las uñas y se corta los brazos.
Hay
hombres, pero no importan. No son el tema. Son, en todo caso,
secundarios. El asunto está en otra parte. Y en literatura, que
tenemos de sobra relatos de hombres, de miradas masculinas sobre
absolutamente todo, es brutal el impacto que producen los textos de
Enríquez, sin pedir permiso, sin acentuar ningún gesto de
literatura comprometida con el género, simplemente escribiendo desde
esas chicas y mujeres que no son tan chicas a las que le pasan cosas
y que tienen claro que hay muchas cosas de las que es mejor no
preguntar: apariciones y desapariciones, fantasmas, recuerdos
borrosos de la infancia en dictadura, siempre esa situación de
rareza.
***
¿De
dónde viene tu fascinación por el género literatura de terror, que
más allá de gustos literarios y cinéfilos, podría interpretarse
en tus relatos como una lectura ácida sobre la sociedad argentina y
cierta conexión implícita con lo que pasó en la dictadura militar
y después?
El terror
me interesa como género, en general y desde siempre. Es cierto que
estos relatos no son tan de género, y agregaría que tienen menos
elementos sobrenaturales que textos anteriores; aunque los hay, de
hecho hay relecturas de ciertos lugares clásicos del género como
las casas encantadas, los niños malditos, los crímenes rituales. Me
gusta trabajar el terror más realista, más cotidiano, con
referencias políticas. Creo que el terror tiene que ser abordado
usando los miedos locales, tanto íntimos como políticos, por lo que
el terror en castellano no debe ser una copia del anglosajón, que
por supuesto es el modelo debido a que la producción en inglés es
muy abundante y en muchos casos es de un nivel extraordinario. En
algunos de estos escritores, sobre todo contemporáneos, fue que
encontré la manera de abordar el terror desde un lugar menos
sobrenatural: Harlan Ellison, por ejemplo, tiene un cuento que
arranca en el crimen de Kitty Genovese en Nueva York, en los años
60, famoso como ejemplo de la indiferencia de las ciudades; la
acuchillaron en un patio entre edificios, varias veces, y nadie
acudió a ayudarla. El cuento termina siendo acerca de una secta,
pero empieza ahí, en esa escena. Pero hay muchos más; Shirley
Jackson tiene cuentos clásicos que no tienen ni una pizca de
sobrenaturales –el caso de ‘Los veraneantes’ y ‘La lotería’–
y son cuentos de los años 50. Hace mucho que se hace esa cruza, pero
lo que sucede es que se traduce poco. Yo hago otra “traducción”,
además, que tiene que ver con trabajar horrores locales, que en
América Latina suelen ser políticos, aunque creo que también
trabajo bastante la intimidad.
***
‘La
casa de Adela’, ‘Fin de curso’ y ‘Los años intoxicados’
son algunos de los cuentos de Enríquez que remiten a los años 80 y
90, acompañando la edad cronológica de la autora, aunque no
necesariamente signifiquen un ejercicio de autoficción. Los
personajes suelen ser amigas muy íntimas, algún hermano, algún
rastro de vida familiar. En otros cuentos, como ‘Tela de araña’
(la muchacha que pierde a su novio porteño en una extraña noche en
Formosa, en confabulación con una prima), ‘El patio del vecino’
(de una aparición en una casa a la que se muda otra muchacha y sus
peleas con el novio que no entiende de sus obsesiones) y ‘Verde
rojo anaranjado’ (otro de pareja, pero no de hombres que no
entienden sino del hombre perturbado, que se encierra en internet y
deriva a fobias sociales y otros extravíos contemporáneos pero con
similar deriva patológica a la de ‘Los años intoxicados’), las
mujeres –como se dijo– no son tan chicas, suelen estar solas y
han perdido cosas, aunque no sea para nada correcto verse tentados a
esa explicación tan directa en relación al fuego del título del
libro y del último cuento.
Mariana
Enríquez arma, en Las cosas que perdimos en el fuego, un
libro poderoso. Los cuentos que lo conforman tienen el pulso que la
autora ya había mostrado en sus novelas Bajar es lo peor y
Cómo desaparecer completamente, y en el libro de relatos Los
peligros de fumar en la cama. O en sus trabajos periodísticos en
la revista Radar, del diario Página 12, o como columnista,
durante años, en la desaparecida revista montevideana Freeway.
***
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Foto: Silvana Sergio. |
Hay
conexiones muy fuertes entre los diferentes relatos. ¿Cómo las
fuiste encontrando? Aparece, por ejemplo, una mirada femenina
explícita en las relaciones entre amigas, en una mirada ácida al
mundo masculino...
Soy
consciente del aire familiar de los cuentos, entre sí, en el momento
de armar un libro. El punto de vista de las mujeres, cierta mirada
sobre los hombres, la presencia de niños, ideas como la de las
brujas o los rituales, el cuerpo en primer plano –desde la
insatisfacción o la mutilación, por ejemplo–. Todo eso fue
apareciendo, sin embargo, de una manera no deliberada. Tengo épocas
de escritura en las que van apareciendo ciertos parentescos u
obsesiones. Cuando encuentro determinada cantidad de cuentos que
representen esa época de escritura o que tengan conexiones entre
ellos, sé que formarán parte de un libro. Entonces: cuando los
escribo no soy consciente; sí cuando son elegidos y ordenados para
que formen una colección.
¿Cuánto
hay de autobiográfico en tus relatos, en las chicas de ‘Los años
intoxicados’ o en otros tantos personajes, ya de otras
generaciones?
En las de
adolescente hay bastante de autobiográfico, aunque muy deformado. En
las mujeres más grandes, diría que casi nada.
¿De
qué manera se cruza en tu escritura la ficción con el periodismo,
no sólo en el estilo sino –y sobre todo– en los temas, como el
propio terror, las fobias sociales, los retratos generacionales?
Sinceramente
no entiendo mucho por qué habría un abismo tan grande entre la
escritura periodística y la narrativa literaria. En mi caso, siento
que hay una diferencia en la metodología: no investigo para nada
para los relatos de ficción. Eso sí, un caso que aparece en los
medios puede ser el disparador de una ficción, pero no sé por qué
eso sería periodístico. Muchos escritores, periodistas o no, usan
recortes o historias que aparecen en los diarios como disparadores. Y
en cuanto a los temas, no creo que las fobias sociales o los retratos
generacionales tengan que ver más con el periodismo que con la
literatura.
En tus
cuentos se percibe una influencia muy fuerte de Julio Cortázar. ¿Con
qué escritores contemporáneos, de tu generación, sentís cercanía?
Cortázar
es una influencia, por supuesto, como cuentista. De mi generación,
siento cercanía con escritores como Luciano Lamberti, Diego Muzzio,
Ariadna Castellarnau, Javier Calvo, Samantha Schweblin, Álvaro
Bisama, Esteban Catalán, Gabriela Wiener, Liliana Colanzi, Diego
Zúñiga, María Gainza, Alejandra Costamagna... Hay más, pero esos
son algunos de los de mi edad, iberoamericanos, que leo y me gustan,
aunque, por supuesto, no todos escriban cosas de mi estilo, algunos
ni remotamente.
***
Después
de varios días de la lectura de Las cosas que perdimos en el
fuego, al igual que a las chicas de ‘Los años intoxicados’,
es casi imposible olvidar la aparición de la chica del ómnibus, de
su mirada, de su gesto rebelde (y demencial) al bajarse en mitad de
la nada. Entre los textos que Mariana Enríquez publicó en Freeway,
hay uno, que se llama ‘Mi fantasma’, en el que ella confiesa que
nunca ha visto un fantasma, pero le han contado de algunos. Y remata:
“De todas las historias de fantasmas que conocí sólo creí una, y
la contó una chica que jamás volví a ver, en una fiesta, tarde,
cuando se terminó la música y nos quedamos los más íntimos del
dueño de casa, los más borrachos y los más solitarios. Ella a su
fantasma no lo vio, lo sintió. Estaba medio dormida, a oscuras,
esperando a su novio en la cama. Era invierno. En un momento sintió
las manos frías de quien creía su novio tomándole los brazos, las
piernas heladas metiéndose debajo de las suyas para ser calentadas.
El novio la abrazaba demasiado fuerte y estaba demasiado frío, y la
chica se quejó, gritó, juguetona, “¡salí, tarado, me muero, no
seas boludo!”. Las manos y los pies fríos dejaron de tocarla y
entonces alguien encendió la luz y la chica vio a su novio verdadero
en la puerta de la habitación, vestido, con las zapatillas puestas,
preguntándole por qué gritaba, quién era el boludo. La chica,
mientras lo contaba, sonreía un poco. Le preguntaron, me acuerdo, si
se había mudado de la casa, pero yo no seguí escuchando. Desde
entonces, casi todas las noches, antes de dormirme, espero con
aprehensión ese abrazo, los dedos helados acariciándome la frente".
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Columna "Mi fantasma", de M. Enríquez. Revista Freeway. |
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