Treinta
y dos años después de hacer por primera vez el monólogo Potestad,
de Eduardo Pavlovsky,
obra
emblemática del
teatro argentino de la posdictadura, el actor Julio Calcagno vuelve a
llevarla a escena. Un texto poderoso,
en una interpretación magistral que supone la despedida de uno de
los grandes del teatro uruguayo.
Al
tipo que está ahí, en el escenario, se lo ve al borde de la
desesperación. Siente, y exhibe al público, un dolor profundo.
Siente que ese dolor es legítimo, pero que no es comprendido. Siente
que lo robaron, que le robaron lo que más quería. Grita. No le
queda otra, porque tiene conciencia de su derrota, y porque sabe
-además- que sus asuntos no fueron muy legales; y recurre entonces
en este texto que estoy escribiendo, otra vez, una nueva mención a
'lo legal', que viene a ser un término apatrentemente frío, o al
menos desapasionado, como esos mismos hombres que se aparecieron en
la casa de ese tipo que está ahí, un sábado a las 3 y media de la
tarde para hablar con su hija y llevársela. Claro, el tipo que está
ahí, en el escenario, omite contarnos que lo que hablaron con esa
mujer que no está en escena, ni habla, ni emite discurso alguno,
apenas se muestra la silla donde estuvo sentada, es que nació con
otro nombre, que otros fueron sus padres y que fue secuestrada y
entregada a ese padre adoptivo, y ahora desesperado, que entonces
tuvo la infame tarea de certificar la muerte de sus padres legítimos
en un 'enfrentamiento', o más bien en un operativo de la dictadura
argentina.
El
tipo deja de chillar. Se apagan las luces y baja de la platea de la
sala 2 del Circular un aplauso inmenso, de esos que responden solo a
los grandes acontecimientos. Lo que acaba de terminar no es es una
simple y emotiva función de Potestad. Lo
que cada uno de los presentes acaba de presenciar es una imponente
actuación de uno de los grandes, un tal Julio Calcagno, que está
cumpliendo ni más ni menos que una de sus cuentas pendientes:
despedirse de los escenarios haciendo el texto que Eduardo Pavlovsky
escribiera a mediados de los 80 y que él ya había hecho carne en la
sala 1 del Circular en el lejano año 1987.
Un tal Julio
Una
tarde que entrevisté a Julio Calcagno en su casa, en el año 2013,
supe de primera mano varias de sus historias privadas. Supe de su
infancia en el barrio Sur, de la calle José María Roo, del
asesinato de su padre en un bar del Centro cuando Julio tenía apenas
7 años, y de cómo esa ausencia lo volvió irascible y bastante
peleador. Supe que lo que más quería era jugar al fútbol y que lo
hacía bien en posiciones "de destrucción" (es el término
que usó Julio), pero su condición de asmático truncó las
aspiraciones deportivas. Supe que a instancias de un maestro que
hizo las veces de padrino de Julio, se puso a estudiar teatro, aunque
'eso' no fuera bien visto en el barrio. Le fue muy bien, porque tenía
condiciones y porque desde niño imitaba a la perfección a Humphrey
Bogart y a Marlon Brando, dos de sus actores preferidos, a los que
veía muy a menudo en las matinés del Apolo (Nido de ratas,
por ejemplo, dice haberla visto unas 40 veces).
Julio
Calcagno hizo carrera de actor. Debutó en el Solís haciendo de
malevo en Un tal Servando
Gómez, con 22 recién cumplidos, en un coprotagónico
compartido con Alberto Candeau. Pero sus papeles más recordados
llegarían unos cuantos años más tarde. La empresa perdona un
momento de locura fue su
gran éxito y su consagración. Se estrenó en 1981, en el Circular,
y la llevó a escena durante varias temporadas y con distintas
actrices: primero Marisa Ramos, luego Julia Moller y por último
Alejandra Wolf. Recuerda que se metió demasiado en el personaje y
confiesa que no fue una creación original. Dice Julio que tomó los
gestos, los tics, toda la composición del personaje, de un vecino
del barrio Sur que conoció en su adolescencia.
Otro
de sus grandes momentos en la escena fue Muerte accidental de un
anarquista, estrenada en el año 1986, y también de esa misma
época es Potestad, unipersonal escrito por Pavlovski que
trata sobre la violencia de la tortura desde la mirada del
torturador. “Era terrible, un despliegue físico y emocional
impresionante”. Me contó esa tarde, hace apenas cinco años, que
alguien le había alcanzado una copia en video de Potestad que
no sabía ni que existía. Me dijo que se había conmovido hasta las
lágrimas, y que le costó reconocerse ahí, en la escena, haciendo
una obra tan poderosa.
Supe
que ese impacto lo había llevado a volver a ensayar el texto de
Pavlovsky. Que lo intentó, pero que no le dio el cuerpo. Que sentía
que no le daban la memoria ni la potencia para llegar al estado que
necesita Potestad. Me contó de su decisión de abandonar el
proyecto. “Fue un choque existencial, muy duro”, me dijo esa
tarde, cuando Julio no sabía que iba a volver a subir a las tablas,
acompañado por Pepe Vázquez y Jorge Bolani para reponer El
viento entre los álamos, y
luego para hacer, él y Pepe, una entrañable versión de Aeroplanos,
la de Gorostiza. Mucho
menos sabía, ni se imaginaba, que en el año 2018 iba a poder
concretar la cuenta pendiente de volver a hacer Potestad.
La
revancha del actor
El
argentino Pavlovsky escribe Potestad en
formato monólogo, pero toma la decisión de potenciar el
efecto dramático al incluir el personaje de Tita, una mujer callada,
invisible, que aparece como un espejo distanciado, como referencia
que da cuenta de la soledad y desesperación del protagonista. En la
primera versión que hace Calcagno, en 1987, se decide cambiar a Tita
por Tito, trasladando las inflexiones 'de pareja' a códigos de
amistad, más de barrio, que le sientan mejor al actor montevideano,
limpiando además las referencias de clase alta porteña (el gusto
por el rugby y el polo). Para el momento de tomarse la revancha, en
este 2018, el actor y el director Walter Silva encuentran un recurso
muy inteligente: sustituyen el testigo-mudo por una joven apuntadora,
interpretada por Renata Denevi, que se coloca como conciencia del
personaje y que siempre está presente en ese rol existencial de
adelantarse al pensamiento y decir las palabras que vienen.
Cuando
el tipo que está ahí, vivenciado por Julio Calcagno, termina de
chillar y explotan los aplausos, dudo en sumarme al ritual. No es
fácil romper la ficción en ese momento. Pero logro zafar del
hechizo y golpeo las manos con fuerza. Es alta emoción. El tema de
Potestad sigue siendo
terriblemente actual y doloroso. Pero tanto o más conmueve la
revancha del actor, y que esa revancha tenga el sabor de la
despedida, aunque eso no me lo creo del todo. Esta vez no habrá
entrevista. Elijo escribirle a Julio, unas horas después, un largo
mensaje que habla de la emoción y le recomiendo -entre otras cosas-
la lectura de Oración,
de María Moreno, que es el libro que estoy leyendo y ya no me
sorprende que haya cosas que se conectan irremediablemente. También
le hago algunas preguntas que vienen al caso. Me contesta, algunas
horas después. Transcribo:
"La
diferencia del año 1987 a este 2018 se puede sintetizar muy
fácilmente. Yo tenía 32 años menos, el Uruguay tenía dos años de
democracia; yo tenía otra vitalidad y todo era distinto. En todo ese
tiempo transcurrido y con las distintas obras que me tocó hacer,
nunca se me fue la idea de reponer Potestad en algún momento.
Primero porque es un picnic para un actor, segundo porque no perdió
vigencia, y en este momento tiene mucha vigencia.
Hay
otro motivo que me parece que es muy importante y es que soy
consciente de que uno tiene que ser objetivo, tiene que ser sincero
con uno mismo y saber hasta dónde puede llegar en su carrera, en su
trabajo; en una palabra, en su físico, en su cabeza. Con esto te
quiero decir que siempre pensé que Potestad iba a ser mi
despedida de este oficio. Estoy contento, estoy satisfecho de haber
llegado a este nivel. Ojo, me costó mucho. Me costó un año de
trabajo durísimo.
La
presencia de Renata Denevi, por supuesto que no es gratuita. Vos bien
sabés que no solo es la conciencia del personaje, sino que es el
salvavida que me ayuda con esa letra endemoniada. También sabés que
soy un cinéfilo empedernido, fanático. También sabés que en toda
esta actuación robé de aquí y de allá, gestos de mis referentes
cinematográficos. También siento que en alguna medida, al menos en
esta versión y en varios pasajes de la obra, fui co-autor junto con
Pavlovsky, una cuestión que él siempre apoyó. Esta es una forma de
entender el oficio. No conozco otra.
En
el año 1987, la hicimos en la sala 1, en un espacio más grande,
incluso hasta había utilería y me tenía que mover mucho más. En
esa versión aparecía Eduardo Cervieri haciendo de Tito, un
personaje mudo que yo siempre creí que estaba de más. Tuve que
aprender de memoria una letra diabólica, que por supuesto ahora es
imposible que pueda aprender. En 1987, además, cuando terminaba la
función nos íbamos junto con el equipo a tomar unas cervezas; en
este 2018 sólo me da para irme a mi casa, comer algo y acostarme a
dormir.
Fueron
de gran ayuda la presencia de Walter Silva, que vino desde España a
respaldar el espectáculo; las luces de Héctor Guido, que fueron
distintas y que ahora enriquecieron la puesta; la música de Fernando
Condon, que me ayudó en la construcción del personaje; y por
supuesto la presencia de Renata, que es fundamental... Y en el
escenario, haciendo la función, yo me siento muy feliz de hacer lo
que hago como actor, con la paradoja de estar representando a ese ser
repugnante".
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 07/2018. Fotos de Sabina Harari))
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