El paisaje de una playa aparentemente
desierta.
Dos tercios de agua y cielo.
Un tercio de arena, piedras y
pastos secos.
La imagen fotográfica, distorsionada en triángulos,
deja entrever la figura de los cuatro integrantes de Campo, el grupo,
el núcleo duro que colabora alrededor de las ideas musicales de
Campo (Juan, el músico, el productor).
A uno de sus flancos, la mano
derecha sónica de Boni (Pablo Bonilla, administrador de beats,
programaciones y sintetizadores), y completando el cuarteto, un poco
más lejos, aparecen Martín (Rivero, cantante y escritor de textos
en cualquier parte del mundo; esta vez le tocó hacerlo desde
Shanghái) y Vero (Loza, la cantante y también escritora de algunos
textos).
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Acto 1. La escucha: El nuevo disco de Campo se llama Tambor del cosmos. Imposible
escapar a la tentación de relacionar rápidamente tambor con ritual,
definir el viaje sonoro como alquimia entre beats electrónicos y
espiritualidad, con una mezcla de ropa sintética futurista, y
tierra, agua y cielo, y ocasionales aires vintage. La imagen
dibuja correctamente lo sonoro. Porque esto es lo que se comprueba al
hacer sonar cada una de las composiciones del disco, de los temas,
algunos más directos y pisteros, otros de una bienvenida cadencia
más oscura y profundidad cancionística.
El concepto general parece guiar hacia claroscuros, hacia una fusión
que no es nueva en la cabeza musical de Juan Campodónico, sobre todo
desde que se tropezó, en la vida y en su deriva artística, con el
músico y productor argentino Gustavo Santaolalla. Fue entonces, hace
15 años, cuando empezó Bajofondo y empezó a quedar más que claro
que la producción musical pasaba para Campo a un plano de
investigación, de provocar aleaciones nuevas, contemporáneas pero
con el aliento de la tradición, por cierto muy exitosa en aquella
experiencia sampleando tangos y tangueces sobre beats pisteros y
formatos insinuados entre Astor Piazzolla y Gotan Project.
Campo se fue definiendo –lejos, muy lejos ya de la guitarra rockera
de Peyote Asesino– como productor musical y compositor, el cerebro
de Bajofondo, al mismo tiempo que colaboró en otros proyectos
musicales, aportando oficio, diseño y, sobre todo, ese sensor
contemporáneo imprescindible y que lo distingue. Le llevó tiempo,
sin embargo, encontrar la voz propia. De hecho, lleva un par de
discos ‘solistas’ y en ellos se hace evidente que en principio no
es eso lo que parece buscar. Como si se resistiera a encontrarla, o
prefiriera disolverla en grupos de colaboradores, en amigos
musicales, y sobre todo en esa distancia que maneja entre la creación
y la producción. Parece que para él es más importante provocar una
aleación nueva y provocativa (la de ‘La marcha tropical’, por
ejemplo, o la de ‘Cumbio’, en el primer disco), que ‘decir’
en términos discursivos, o conducirse en variables melódicas y
armónicas que lo distingan como músico-compositor.
Este camino es difícil y empedrado, sobre todo en la relación con
quien completa la obra, que es en definitiva el público. Porque la
obra de Campo no es sencilla, a pesar de su apariencia de pop
electrónico simple y sintético. Se hace difícil un enganche
emocional, directo, cuando la experiencia va por capas, por unidades
separadas y en apariencia inconexas, probando en diferentes fusiones
y géneros de tierra, aire y fuego. Uno de los peligros es que un par
de hits puedan desviar la atención, provocar prejuicios como la
falsa idea de que el reggaeton de ‘Bailar quieto’ (primer corte
de Tambor del cosmos) esté en todo el disco, y que este sea
enteramente bailable (y frívolo). Ni una cosa ni la otra ocurre, y
lo mismo sucedería si tomásemos cada unidad por separado: el folk
abolerado de ‘Vals del infinito’, el giro ochentero new wave de
‘Wasted’ o la espirituosa ‘Tambor del cosmos’, por nombrar
tres de los momentos más altos del disco. Campo, casi por
definición, entra y sale de géneros. Es electrónica transgénero,
es culto a la diversidad, al igual que los caminos que transitan
proyectos musicales como el de los mexicanos Café Tacuba o el
chileno Gepe.
Lo que unifica el sentido de Campo es un poco más profundo. Requiere
más escuchas y sobre todo sintonizar la ecuación glocal, en cuanto
a la forma en que Campo y sus colaboradores vinculan lo local, lo
propio, con los aires contemporáneos y globales. Es entonces una
cuestión de punto de vista, de una ‘mirada Campo’, de mezcla, de
electrónica luminosa que no le teme al baile, con un tono de beats
en el que se nota el estilo Campo-Boni, al que se suman dos voces que
administran texturas complementarias, las de Vero y Martín, con lo
femenino y lo masculino, la luz y la sombra, y en el caso de Tambor
del cosmos todo parece encadenarse definitivamente en textos que
refieren a una poética en la que prevalecen los tonos oscuros entre
la soledad y no pocas angustias urbanas contemporáneas.
Los que transiten este viaje de Campo encontrarán una singularidad
que lo distancia, y mucho, del primer disco del colectivo y también
de los anteriores trabajos vinculados al proyecto Bajofondo. Eso
tiene que ver con dos o tres elementos: la aparición (en la foto, en
la imagen de portada) de los cuatro integrantes del grupo Campo, que
le imprime un toque un poco más autorreferencial y lo aleja del
diseño y del concepto laboratorio; la potencia de un concepto
discursivo como ‘tambor del cosmos’, que permite una traducción
muy feliz y sugerente del universo sonoro de Campo y, al mismo
tiempo, armar una línea potente en lo estrictamente textual; y por
último, la presencia de un formato cancionístico, aportado más que
nada por Martín Rivero y en ocasiones por Vero Loza, que suaviza lo
más duro y electrónico-nerd de la dupla Campo-Boni.
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Acto 2. La conversa: Hay una circunstancia que marca a fuego el proyecto discográfico
Tambor del Cosmos, el segundo de Campo. Tiene que ver con el
contexto, con el lugar en el mundo. Martín Rivero, letrista y
cantante, colaborador además en ideas y conceptos estéticos del
grupo, estaba viviendo en Shanghái cuando Juan Campodónico y Pablo
Bonilla empezaron a armar beats, a programar, a investigar en las
aleaciones sonoras con las que querían jugar en el nuevo disco. La
canción, esa pieza crucial del puzle, se les había ido lejos, al
otro lado del mundo. El trabajo se formuló entonces en esa
contradicción, en ese cruce cósmico que aportó una textura de
“solo y perdido entre millones” (la sensación emocional que
vivía Rivero en ese largo viaje), complementado con ideas que iban y
venían y en experiencias más cercanas e intimistas, como la canción
de cuna que escribe y canta Vero Loza (‘Duerme agua’).
El nuevo disco, pese a estas dispersiones en tiempo y espacio,
provocó que Campo se consolidara como grupo, como un núcleo
creativo que excede a Juan Campodónico y se cierra en ellos cuatro,
los que aparecen en la foto de portada del disco. “Para este disco
somos más grupo que antes, la creación se perfiló en ese sentido”,
dice Martín. “Definimos un núcleo creativo”, apunta Juan. En la
entrevista, en el local del boliche Río, en el Parque Rodó, estaban
tres de los cuatro integrantes oficiales de Campo: Juan, Boni y
Martín.
¿Qué los llevó a ustedes, Boni y Martín, a irse quedando en
Campo?
MR: Tiene que ver con que fuimos los que más colaboramos en
el primer disco, los que más nos colgamos con elaborar cosas. En las
canciones pero también en los videos, en cómo vestirnos. Juan y
Boni trabajan juntos desde hace años. Vero y Juan vienen de
Bajofondo. Y yo entré ahí, invitado por Juan, y me quedé.
PB: El proceso se fue dando también en la gestación de este
disco. Empezamos a traer temas...
MR: El primer disco era más proyecto solista y curiosidad de
Juan, que fue invitando a los demás en plan productor. Pero en este
segundo disco, más allá de que él propuso bases, músicas, ideas,
conceptos y hasta libros para leer, cada uno también volcó sus
ideas.
¿Cómo sería la estructura de trabajo actual?
JC: Lo lindo de Campo es que no es una estructura clásica, en
el sentido de que nadie ocupa un rol definido. No está la idea del
instrumentista que siempre toca el bajo, o del que canta en todas las
canciones. Es un núcleo creativo, como dije antes. Nos manejamos en
esos términos. Trabajamos cada obra como una pieza ajena, como una
escultura en la que el artista va construyendo y decidiendo lo mejor
para cada parte. Después, sí, claro, hay interpretaciones y
soluciones que son más personales, en las que cada uno pone su
sonido y su forma, pero estas músicas arrancan desde un concepto y
después se fueron desarrollando sus capas.
¿Podría decirse que una de las capas es una intención bailable,
de pop electrónico?
JC: La bailable es como la más... qué sé yo, es una de las
más directas. Pero lo armónico está trabajado de manera más
sutil, también lo melódico, la letra y el concepto mismo de cada
canción. Todas esas capas van cayendo después, con las diferentes
escuchas. Es al revés de lo que ocurre con otras músicas,
estrictamente bailables, que están pensadas para ser literales,
directas, en que la primera vez que las escuchás ya entendiste todo.
Planteamos en este disco otra manera de aproximación a la música.
Tiene que ver con el concepto general, lo del 'tambor del cosmos',
que habla un poco de la música como resonancia y como conexión con
algo que puede tener sentidos diferentes según el escucha. Quisimos
hacer algo que tuviera mucho sentido para nosotros y al mismo tiempo
generara conexiones.
¿Cuánto los condiciona en la creación el tiempo y el lugar?
JC: Muchísimo. De manera definitiva. La música de Campo sólo
puede estar hecha desde Uruguay, y por ejemplo, en este caso, ocurrió
que Martín estaba viviendo en China.
¿Cómo los afectó esa circunstancia?
JC: Hicimos muchas cosas a distancia. Eso tuvo un efecto
bastante importante, que incluyó que todos leyéramos El elogio
de la sombra, de Junichiro Tanizaki, un libro que habla de cómo
ven los asiáticos el tema de las sombras, y de cómo en Occidente
siempre estamos buscando la luz y tenemos a la sombra como algo malo,
negativo.
MR: Cuando en realidad hay mucha riqueza en la sombra.
JC: En los intercambios con Martín, en Shanghái era de noche
y en Montevideo de día... Le mandábamos una base de mañana y él
estaba a punto de acostarse, lo que hacía que nos conectáramos en
momentos opuestos, situación que tiene algo muy onírico, de
claroscuros, de contrapuestos. Eso se expresa en muchas letras del
disco, como en la de ‘Bailar quieto’, que muestra esa
contradicción que vivíamos... nosotros pasando una pieza de baile y
él a punto de dormir.
MR: ¡La escribí dormido!... Y es así como dice Juan, porque
influye muchísimo el lugar desde donde se escribe. Estuvo bueno que
esa mirada se mantuviera. En Campo, la idea es hacer justamente eso;
que lo que componemos nos represente, que los sonidos suenen a lo que
somos. Todo eso viene mucho de Juan, de sus investigaciones, de sus
producciones musicales.
JC: El tema ‘Bailar quieto’, por ejemplo, es cumbia y
reggaeton, una mezcla que se da solo en Uruguay. Alguna gente se
queda sólo en el reggaeton, pero esa mezcla es única, es de acá,
es trabajar con lo que nos rodea. Y es también intentar hacer algo
más poético con eso, que diga otra cosa, que no sea una letra
machista de “mueve, nena”, de dar órdenes a mujeres para la
pista de baile, que vendría a ser el noventa por ciento de lo que se
escribe.
Ese tipo de mezcla es similar a la de ‘Futuro’, una de las
nuevas canciones de Café Tacuba, que es una cumbia rara,
electrónica, con una letra que habla de la defensa de la diversidad
cultural.
JC: Café Tacuba siempre ha sido ultraquerido por nosotros. A
mí me encantan. Son referentes totales.
PB: Esa canción es una cumbia lenta, pesada... Es buenísima.
MR: Las conexiones con ellos están ahí... Para una de las
canciones del disco de Campo, que escribí cuando estaba en Shanghái,
lo primero que se me ocurrió fue invitar al cantante de Café Tacuba
para que la cantara, porque es muy para ese palo.
Yendo, ahora sí, al nuevo disco de Campo, ¿cuáles son los
conceptos musicales que manejaron para desarrollar la idea de “tambor
del cosmos”?
JC: Campo siempre tiene esa cosa bailable, groovera y no sé
qué, pero en este disco buscamos meternos más adentro, con letras
muy poéticas. Va por ahí.
PB: Buscamos contemplar ciertas cosas, trabajar otras capas.
MR: Yo también diría que es más cancionero.
Y, de hecho, escribiste la mayoría de las canciones.
MR: Participé en la escritura de casi todas. Otras son de
Vero. Pero, en realidad, todos colaboramos y aportamos ideas. ‘Solo’
es una de las que más me gustan, y creo que no la podría haber
escrito en ningún otro lado que no fuera en China, porque lo primero
que me inspiró esa música, que era también súper bailable, una
base que estaban trabajando Boni y Juan. Fue eso: me tocó la fibra
de la nostalgia o de poder traducir eso de estar solo. Puedo decir
que nunca estuve tan solo como en Shanghái, y en realidad estaba
rodeado de millones de personas.
JC: La música de esa canción es re tecnosa. Tecno
candombera, por decir algo. Es futurista. Después viene ‘Vals del
infinito’, que es de otra era, con un arreglo de cuerdas, como un
viaje en el tiempo.
¿Cómo salió la canción que da nombre al disco?
JC: Esa es una canción interesante, porque la escribimos
entre todos, y claro, como era una temática que nos trascendía, con
eso de conectarse a través de la vibración...
¿Por eso decidieron convocar a Gustavo Santaolalla para que la
cantara?
JC: Por esa y por otras razones. Pero sí, porque él podía
darle otro sonido, desde su momento, desde su edad, desde su historia
de venir de toda la era del rock psicodélico.
MR: Es una canción muy profunda y sentimos que iba perfecta
para Gustavo.
JC: Y también porque para mí él ha sido un tipo que ha
abierto un montón de canales en la música, sobre todo con esa idea
de la búsqueda de la identidad, de cómo ser moderno, contemporáneo,
pero con una cosa de identidad. Y eso él lo hizo con Arcoíris, en
esa mezcla de rock psicodélico y folclore. Fue un pionero en esos
aspectos, en cómo hablar el mismo lenguaje que estaba hablando el
planeta pero con un sello propio, desde tu lugar, contando algo que
tuviera mucho sentido y no fuera copiar una moda. Esa es una de las
cosas que nos proponemos siempre: las músicas deben tener sentido
para nosotros.
PB: Después está el tema de cómo la gente lo interpreta...
Hay un tema que para nosotros era cumbia no sé qué, con candombe, y
alguien encontró rastros de murga. Y bueno, lo que pasó es que en
la suma de capas lo decodificó de esa manera.
JC: Lo que pasa es que la obra se completa con el que la mira,
¿no? Vos hacés una cosa, pero la obra ocurre cuando la escucha
otro.
La producción musical, tal vez hasta mediados de los 90, estuvo
signada por el vértigo de modernidad. Ese concepto entró en crisis
y actualmente, en proyectos como Campo, o de Café Tacuba, por
ejemplo, de alguna manera esto se expone como problema.
JC: Ahora se usa trendy...
Más allá de la terminología, ¿dónde está la pulsión
‘moderna’ en artistas como ustedes, que trabajan lo sintético,
lo electrónico, en el campo de lo popular?
JC: Lo que interesa, y mucho, es conocer las herramientas con
las que trabaja la época, las que marcan el sonido contemporáneo...
Te pongo un ejemplo de los años 80: cuando escuchás el disco
Mediocampo, de Jaime Roos, encontrás que usa el mismo
sintetizador que usaban los A-ha. ‘Take on me’ está hecha con un
Juno 6, y el disco de Jaime está hecho con el mismo aparato. Algunos
sonidos son iguales; están hablando en el mismo código. Entonces,
en ese sentido, Mediocampo es un disco que sonaba en la época.
Pero después está lo propio, lo que no se puede ni se debería
copiar.
PB: Otro concepto clave es la permeabilidad y no ser
conservadores.
JC: Manejamos también un desprejuicio con los géneros, con
los estilos. Y esto tiene que ver con el mundo actual, con la
diversidad como un valor de la época, de entender al otro, al
distinto, como algo que puede ser interesante.
PB: Es como que descontextualizamos los géneros para usarlos
de otra manera y mezclarlos con otra cosa que en principio no tiene
nada que ver.
MR: En definitiva, en Campo experimentamos en el formato de la
canción pop, o en la música pop, pero siempre tratando de que el
resultado sea original. Capaz que nos podemos inspirar en algo que
está sonando, pero siempre tratamos de hacerlo nuestro.
((artículo publicado originalmente en revista CarasyCaretas, 05/2017))
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