El
teatro, según Sergio Boris, actor y director argentino de la escuela
de Ricardo Bartís, debe estar bien lejos de las ideas y de los
modelos de comportamiento. Esto implica -en primer caso- dejar en
evidencia el propio concepto de representación. Se plantea
problematizar la escena, buscar -en el trabajo del actor, en el
ensayo- una verdad que no representa sino que simplemente es.
El
juego es de vinculaciones: cinco actores que trabajan sobre roles y
relaciones, en una farmacia en la frontera entre el barrio de clase
media y la villa. Dos hermanos regentean la farmacia y un visitador
médico está asociado con ellos en asuntos de tráfico de hormonas y
proxenetismo. El grupo lo completan dos travestis, relacionadas
afectivamente con el visitador médico y con uno de los hermanos.
Todo sucede una noche especial, en la previa para ir a una disco,
mientras festejan el título de farmacéutico obtenido por el otro
hermano.
¿Qué
es lo que se ve? Lo que cualquier vecino vería, morboso y
discretamente sorprendido, si le dejaran husmear por una puerta
entreabierta de la farmacia, o por una rendija. El estado de
actuación es cero, si lo medimos según la gradación del teatro
tradicional. Es todo físico. Los que están ahí, son. No
representan. No hay tampoco intención de moralizar, ni plantear nada
más que lo sucede. El que debe interpretar es el que mira, ayudado,
eso sí, por una muy bien lograda tensión nocturna, y acentuada en
lo patético y desagradable de una noche que se vuelve descontrolada,
con la sensación de borde, ahí, incorrecta y amoral. Pasa de todo,
pero nada que no vaya más allá de histeriqueos, pinchazos, bailes
patéticos, risas, gritos, ajustes de cuentas, manipulaciones, pizza,
birra y toqueteos. Tampoco es tan grave.

((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 02/2016))
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